Las luces del hospital me cegaban a ratos, parpadeando sobre mí como si fueran estrellas demasiado cercanas. El auto apenas se había detenido cuando los guardias y las enfermeras salieron corriendo hacia nosotros. Me sacaron en brazos, porque no podía caminar. El dolor era una ola gigantesca que me partía por dentro una y otra vez, dejándome sin aliento, sin fuerza… sin tiempo para pensar.
Pero algo dentro de mí, algo más profundo que el dolor, empezó a latir también. Un murmullo, una sensación, una sombra moviéndose entre los rincones olvidados de mi memoria.
Recuerdo haber gritado. Recuerdo mis dedos aferrándose al brazo de uno de los enfermeros como si pudiera anclarme a la tierra con ese gesto. Me dolía todo. Cada parte de mí estaba ardiendo, reclamando, soltando. El mundo era una mezcla de voces, pasos, órdenes rápidas. Y en medio de todo… estaba él.
Axel.
Lo vi acercarse por el pasillo, alto, con el rostro tenso y preocupado, como si de verdad sintiera algo por mí. Como si no su