El sábado por la noche, ya habíamos cenado. Cassian estaba en la cocina, lavando los platos, y yo me había refugiado en el sofá, con una manta sobre las piernas y el corazón un poco más liviano desde el miércoles. Casi podía decir que respiraba mejor.
Hasta que sonó el teléfono. Vi el nombre en la pantalla y sentí cómo todo mi cuerpo se tensaba.
Era mi madre.
Contesté sin pensar, como si esa costumbre de obedecer aún estuviera más viva que yo misma.
—¿Hola?
—¿Tú estás loca? —dijo, sin saludo previo. La voz seca, cortante, cargada de veneno.
Mi boca se secó.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? ¡¿Te parece poco?! ¿¡Te volviste completamente estúpida, Olivia!? ¿¡Cómo se te ocurre enviarle los papeles del divorcio a Günter!?
Me quedé en silencio. El corazón empezó a latirme en los oídos. Lo había imaginado, sí. Pero nunca así. Nunca tan crudo.
—Mamá…
—¡Cállate! No quiero oír excusas. ¿¡Tú sabes lo que eso significa!? ¿¡Sabes lo que has hecho!? Has manchado el apellido, ¡has avergonzado a tu familia e