Habían pasado apenas unas horas desde que la familia de Cassian se fue. La atmósfera del ático aún olía a tensión, a palabras que habían estallado, a verdades que ya no podían recogerse del suelo.
Cassian estaba en la ducha. Yo me había sentado en la terraza, con una taza de té entre las manos. La vista de Boston iluminada era bella, pero yo no podía disfrutarla del todo. No todavía. Y entonces, el timbre volvió a sonar.
Me sobresalté. Por un segundo, pensé que él había olvidado algo. Que su padre había vuelto a terminar lo que había empezado. Pero al abrir la puerta, no era quien temía.
Era Cassie.
Llevaba una chaqueta larga, el pelo recogido en un moño imperfecto y los ojos algo enrojecidos. Pero estaba sola. Y cuando me vio, respiró hondo, como si necesitara armarse de valor para dar el siguiente paso.
—¿Puedo pasar? —preguntó con una voz muy distinta a la de hace unas horas. Más suya. Más real.
Asentí y me hice a un lado.
Entró despacio. Miró el ático con una mezcla de admiración