Regresé cuando el sol ya se había elevado del todo, iluminando las cumbres blancas con una claridad insoportable.
Caminé despacio por el pasillo del hotel, como si cada paso que me acercaba a la suite pesara un poco más.
Al entrar, lo encontré en la misma sala, todavía con la libreta a un lado. No estaba escribiendo.
Solo miraba el ventanal, como si buscara una señal en la nieve.
Cuando me vio, sonrió, pero su expresión era más un intento que una victoria.
—Saliste mucho rato —comentó con calma, sin reproche.
—Necesitaba aire.
Asintió. Bajó la mirada a la taza que tenía entre las manos. El café estaba frío.
—¿Te hizo bien?
—Sí —respondí, colgando el abrigo con cuidado.
Me observó con esa forma de mirar que tienen los hombres que intuyen lo inevitable pero no se atreven a nombrarlo.
—¿Estás más tranquila?
—Estoy más decidida.
Un silencio. Pequeño. Preciso.
Günter apretó los labios, como si algo dentro de él se rompiera de forma imperceptible.
—¿Decidida a qué?
Lo miré. Directo a los oj