El coche se detuvo frente a las verjas de acero negro de la casa, con el escudo familiar grabado en el centro. Todo parecía más limpio, más perfecto de lo habitual: los setos cortados con precisión matemática, las piedras del camino alineadas como si alguien las hubiera inspeccionado una por una.Günter apagó el motor. Me desabroché el cinturón y estaba a punto de abrir la puerta cuando él se adelantó, salió del coche y dio la vuelta para abrirme desde fuera. Me sorprendió su gesto, más aún cuando me ofreció la mano sin decir una palabra.—¿Qué haces? —pregunté, desconcertada.—Oficialmente, lo correcto —dijo con una media sonrisa que suavizaba su rostro habitual—. Pero en realidad… porque me apetece.Dudé. Pero la tomé.Él entrelazó sus dedos con los míos y no soltó.—Tendrás que acostumbrarte —añadió, mirándome directamente—. Porque de ahora en adelante, siempre voy a tomarte de la mano.Un nudo se me formó en el estómago. No sabía si era por el gesto... o por el lugar donde estábam
Entramos en casa en silencio. No como dos enemigos, ni como extraños. Pero tampoco como una pareja reconciliada. Era ese intermedio confuso en el que los cuerpos estaban cerca, pero las emociones aún buscaban su sitio.Dejé las llaves sobre la mesita del recibidor. Me quité los zapatos y fui directa a la cocina. Necesitaba agua, o algo que me ayudara a tragar el nudo que todavía tenía en la garganta desde la comida.Günter se quedó en el salón, observándome desde cierta distancia. Se quitó la americana, aflojó la corbata. La camisa arrugada a la altura del pecho le daba un aire menos estirado. Más humano.—¿Quieres té? —pregunté desde la cocina.—Si tú tomas, sí —respondió él, acercándose.Preparamos el té en silencio. El vapor llenaba la cocina con un aroma suave a jazmín. Cuando nos sentamos uno al lado del otro, en la enorme mesa de madera del comedor, fue él quien habló primero.—No sabía que te afectaba tanto lo de los hijos.—No es sólo eso —dije, sin mirarle—. Es todo lo que no
Desayunamos tarde, casi al mediodía. Él preparó café; yo tostadas. No hubo muchas palabras, pero tampoco hicieron falta. Cada movimiento era una coreografía conocida: pasarnos la mantequilla, llenar las tazas, compartir el tarro de mermelada. Como si, por unas horas, hubiéramos recuperado una versión más simple de nosotros mismos.Después nos sentamos en el balcón, con las piernas estiradas sobre la barandilla, el sol tímido acariciándonos los pies..—¿Qué pasa por tu cabeza? —pregunté, mirándolo de reojo.Sonrió apenas.—Tú.—¿Yo?—Tú y… nosotros. Lo que somos. Lo que queremos ser. Me he dado cuenta de que no sé si alguna vez pregunté realmente qué querías.Lo miré. Su tono no era culpable, ni condescendiente. Era genuino. Vulnerable. Y eso, viniendo de él, tenía un peso especial.—Creo que yo tampoco lo supe —admití—. Al principio solo quería que no me dejaras. Luego… no sabía cómo pedir más sin parecer desagradecida.—No eras desagradecida.Asentí suavemente, dejando que las palabr
Cerré la puerta de mi habitación y me apoyé en ella, respirando agitadamente. Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no era solo dolor. Era algo más profundo, más oscuro. Algo que me apretaba el pecho desde dentro, como si un puño invisible intentara arrancarme el corazón.Me deslicé por la puerta hasta sentarme en el suelo. Me abracé las rodillas. Intenté respirar. Inhalar. Exhalar. Pero el aire no entraba. O al menos no lo suficiente. Cada bocanada era como tragar espinas.«Tranquila, tranquila, tranquila», me repetía. Pero las palabras eran inútiles. La cabeza me daba vueltas. El pecho me dolía. Los dedos me hormigueaban.Me incliné hacia adelante, intentando controlar el temblor de mi cuerpo. Pero entonces vino el mareo. Y después, la certeza brutal de que me estaba ahogando. De que algo en mí se rompía y no sabía cómo detenerlo.Golpeé el suelo con la palma. Intenté gritar, pero solo salió un gemido entrecortado. Un sonido bajo, animal, desesperado.Y entonces escuché pasos rápido
El día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida. Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba. Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él. Günter siempre había sido imposible de ignorar. Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos… Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distant
La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro. Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez. Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”. Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales. Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad. Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo. La comida sabía a car
Un segundo de silencio. Luego otro. Y entonces, el leve giro de su cabeza.—No es asunto tuyo —dijo, cortante como una cuchilla.Me levanté de la cama de golpe, como si sus palabras me hubieran empujado. Caminé hasta el centro de la habitación, sintiendo el latido de mi corazón en los oídos, el ardor en mis manos.—¿No es asunto mío? —repetí, incrédula—. ¿De verdad crees que no tengo derecho a preguntarlo? ¿Que no tengo derecho a saber por qué invitaste a tu amante a nuestra boda? ¿Por qué la miraste como si el mundo se acabara mientras bailabas conmigo?Él se giró completamente. Ya no era el hombre frío y contenido de antes. Sus ojos brillaban de ira, o de dolor, o de algo peor.—¡Sí, la invité! —gritó—. ¡La invité porque necesitaba verla una última vez! Porque ella... porque ella se va. Se va del país mañana. Y tenía que despedirme.—¿Despedirte? —repetí, con la voz rota—. ¿Y qué se supone que soy yo en todo esto? ¿Un premio de consolación? ¿Un castigo?—¡Todo esto tiene que ver con
Amanecía en Florencia.El cielo pálido y las primeras voces de la ciudad se colaban por el ventanal abierto, pero dentro de la habitación todo seguía suspendido en ese silencio raro, expectante.Yo estaba despierta, tumbada de espaldas, sintiendo todavía en mi piel el eco de la noche anterior. Él también. No dormía. Solo respiraba junto a mí, en silencio.Günter giró la cabeza y me miró, como si hubiera algo que no pudiera seguir guardándose.—Ya estamos casados, Olivia —dijo, sin dureza, sin frialdad. Solo con resignación—. Lo estaremos toda la vida.Esperé, sabiendo que venía algo más.—Así que lo mejor —añadió— es que dejemos de hacernos la vida imposible. El pasado… es pasado. No podemos cambiarlo. No podemos vivir eternamente en él.No había disculpas. No había promesas vacías. Solo una sinceridad desnuda, inesperada.—¿Qué propones? —pregunté, sin rastro de ironía.Se incorporó un poco, mirándome desde arriba, más serio que nunca.—Una tregua —dijo—. Dejemos de hacernos daño. Ap