Ese lunes, Cassian se levantó temprano, pero no se encerró en el baño como los otros días. Se vistió sin prisa y, mientras se abotonaba la camisa frente al espejo, me miró a través del reflejo.
—Voy a ver a mi abuelo —dijo, con la voz más firme de lo que esperaba.
Lo observé, sorprendida, pero no quise cargar ese momento con demasiadas palabras. Asentí.
—¿Quieres que te acompañe?
Él dudó un segundo, luego negó suavemente con la cabeza.
—Quiero ir solo… pero gracias.
Lo vi salir del apartamento con pasos tranquilos, casi silenciosos, pero distintos. Ya no arrastraba los pies como si le pesara el mundo. No del todo.
Pasaron unas horas. No me llamó, pero no me inquieté. Me limité a esperarlo. Cuando regresó, al final de la tarde, traía en la cara algo que no le había visto en días: una sombra de alivio.
—¿Cómo está? —pregunté al recibirlo.
Cassian dejó las llaves, se quitó el abrigo y vino directo hacia mí. Me abrazó por la cintura, con fuerza, escondiendo el rostro en mi cuello.