—¡Stella! —gritó Verónica, corriendo tras ella, temiendo lo peor.
El estruendo de la explosión aún resonaba en sus oídos mientras las llamas iluminaban el horizonte como si el cielo mismo hubiera estallado. Por un instante, Verónica se quedó paralizada, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. Pero el miedo no fue más fuerte que el instinto: echó a correr.
Al llegar, encontró una escena que la dejó sin aliento. Stella estaba tendida en el suelo, encima de un hombre inconsciente. Ambos estaban cubiertos de polvo, con rastros de heridas. La expresión de Verónica se transformó en puro terror.
—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —gritó mientras sacaba su teléfono.
En ese momento, escuchó la voz débil de Stella.
—No… espera…
—¡No te muevas! ¡Estás herida! ¡Y él también! ¡Voy a llamar al 911! —insistió, marcando con dedos temblorosos.
—No… no llames… —repitió Stella, casi sin aliento, pero con una urgencia que detuvo a Verónica.
—¿Qué? ¡Stella, esto es serio! ¡Pueden morir! —exclamó, con la voz crispada por el miedo.
—No ahora… si lo haces… todos sabrán… —Stella rompió en llanto—. Se enterarán de que me dejaron plantada… por ser fea…
Verónica enmudeció, el celular aún en su mano, con la pantalla encendida.
—Pero… esto es una locura —susurró, atónita.
Stella, entre sollozos, desvió la mirada hacia el hombre inconsciente. A pesar del estado en el que estaba, era evidente que era atractivo. Con una mezcla de curiosidad y desesperación, acarició su rostro sucio y golpeado.
—Vamos a llevarlo a casa —dijo de pronto, como si acabara de tomar una decisión irrefutable.
—¿Estás loca? ¡Podría morir! ¡Podrían acusarte de secuestro o algo peor! —Verónica estaba horrorizada.
—Haz lo que te digo —repitió Stella, con una determinación que no dejaba lugar a objeciones.
Verónica, en conflicto con su conciencia, obedeció. Llamó a los empleados de la mansión. Minutos después, una camioneta llegó. Los hombres bajaron sin comprender del todo la situación.
—Con cuidado. No lo muevan bruscamente —advirtió Verónica, viendo cómo el cuerpo del desconocido era subido a la camioneta.
Stella, con los nervios todavía en punta, se apartó unos pasos y marcó otro número. Al segundo tono, una voz grave respondió.
—Doctor Graham… necesito que venga a mi casa. Es urgente. Pero por favor, que nadie lo sepa. Es una emergencia.
El anciano accedió sin más preguntas. Al colgar, Stella volvió la mirada hacia el desconocido. Su traje de novio estaba roto, sucio, su camisa abierta dejaba ver un pecho manchado de sangre y polvo. Y sin embargo… algo en él le resultaba intrigante.
«¿Por qué iba tan rápido? ¿Huyó de su boda? ¿Fue abandonado como yo?»
—Necesito que averigües algo —dijo a Verónica, que la observaba perpleja.
—¿Qué?
—Las bodas de hoy. Las cercanas. Quiero saber si hubo algún novio que no llegó al altar. Investígalo. Ahora.
—Stella… esto es demente —murmuró su amiga, pero ante la mirada firme de ella, asintió y se fue.
Horas después, Stella estaba sentada en su alcoba, observando al hombre que yacía inconsciente sobre la cama. El médico ya lo había revisado, vendado, inyectado. Había dicho que, aunque tenía contusiones, no parecía haber lesiones graves internas. Pero aún no despertaba.
De pronto, el hombre se removió ligeramente. Stella se levantó de inmediato. Su respiración se aceleró.
—¿Está despertando? —se preguntó, acercándose.
Él gimió, frunció el ceño, y lentamente abrió los ojos.
—¿Dónde… estoy? —murmuró, con voz áspera.
—Tranquilo. No se mueva. Está herido. El médico ya viene —respondió Stella, suavizando el tono mientras se ajustaba sus grandes gafas.
Los ojos del hombre eran de un azul cristalino. Por un momento, Stella se sintió observada, vulnerable.
—¿Quién es usted? —preguntó él con esfuerzo.
Stella iba a responder, pero un golpe en la puerta interrumpió la escena.
—¡Stella! —Verónica irrumpió, agitada—. Ya sé quién es ese hombre. Se llama Luis Miguel Duque. Estaba por casarse hoy en el Ocean Resort… pero la novia nunca llegó. Lo están buscando. Hay gente investigando la explosión…
El hombre volvió a cerrar los ojos, inconsciente otra vez. Stella miró la imagen en el celular de su amiga. Era él. Vestido igual, pero sonriente.
—¿Qué vas a hacer? ¡Debes avisar a su familia! —dijo Verónica.
Stella se quedó en silencio. Luego murmuró:
—Si lo dejaron como me dejaron a mí… entonces quizás me entienda.
—¿Qué quieres decir? —Verónica la miró desconcertada.
Stella inspiró hondo.
—Le haré una propuesta.
—¿Qué clase de propuesta?
Stella esbozó una sonrisa fría.
—Quiero que finja ser mi esposo.
—¿Estás loca? ¡Stella, esto no es un juego!
—No quiero que el mundo se ría de mí. Quiero que piensen que me casé. Que lo logré. Y después, cuando pase el escándalo, fingimos un divorcio. Al menos… me habré vengado de todos los que se burlaron.
Verónica negó con la cabeza.
—¿Y si él se niega?
—No lo hará. —Los ojos de Stella brillaban con algo más que decisión—. Él también tiene algo que perder. Si jugamos bien nuestras cartas, los dos tenemos mucho que ganar.