Los sanadores reales trabajaban a marchas forzadas para localizar la tercera sustancia. Mis aposentos se habían convertido en un laboratorio de hierbas, pócimas y una desesperación palpable. Los viejos sabios, de rostros serios y manos temblorosas, murmuraban su impotencia ante la potencia del veneno que Isis había creado. Estaban impresionados de que alguien tan joven, y con una mente tan atormentada, fuese tan capaz de diseñar un final tan letal y preciso, aún cuando se lo hubiera infligido a sí misma.
Yo observaba desde el borde de la cama, sujetando su mano, que se hacía cada vez más fría. Su piel tenía un tono grisáceo, y su pulso era como el tenue aleteo de un pájaro moribundo.
—No puede ser que no hayan podido encontrar esa maldita sustancia —dije, mi voz ronca por el grito anterior, dirigiéndome a mi abuela, que estaba a mi lado.
—Hijo, el libro está incompleto. Es evidente que fue intencional. Ella no quería ser encontrada —me respondió Altea, con una calma que me irritaba—.