11. Prisionera
Ares seguía bloqueando la salida, con esa maldita sonrisa pintada en la cara, como si todo fuera un juego para él.
—Vaya, Alejandro… Llegas justo a tiempo para salvar a tu muñeca rota —escupió con burla—. Aunque, a estas alturas, no sé si aún puedes proteger algo.
Alejandro no le contestó. Solo frunció el ceño. Su rostro era una máscara de piedra. Tenía la sangre seca pegada a la ceja, el cuello manchado, y aún así… imponía.
Sin mirarlo siquiera, desvió la vista hacia mí.
Su mirada se clavó en los documentos que apretaba contra mi pecho como si fueran mi última defensa.
—Dame esos archivos —me dijo. Su voz fue seca, cortante.
No lo pidió. Lo ordenó.
Di un paso atrás.
—No —dije, con firmeza, aunque por dentro me estaba deshaciendo.
Sabía que esos papeles eran todo lo que tenía. Mi única carta. Mi única forma de salir de esa vida que me había devorado desde dentro. Si se los daba, tal vez los destruiría. Tal vez me haría desaparecer. Tal vez… me traicionaría.
Pero al ver el fuego en la