El humo aún flotaba en el aire del castillo, denso y acre, como un velo fantasmal que danzaba entre la realidad tangible y el caos desatado. La explosión, una herida en la noche, había dejado profundas grietas en los imponentes muros del bastión del Rey Alfa, y con ellas, fisuras irreparables en el orden y la aparente invulnerabilidad de su reinado. Las alarmas, estridentes y persistentes, seguían resonando por los corredores, su agudo lamento mezclándose con los gritos desesperados de los soldados, el chirrido metálico de armaduras y el estruendo seco de puertas que se abrían y cerraban con una violencia inusitada. El olor a piedra quemada y terror se adhería a cada rincón.
Isabella se deslizaba por los pasillos subterráneos como un susurro apenas perceptible, una sombra ágil y silenciosa. Su respiración era agitada, bombeando aire helado a sus pulmones, pero su determinación se mantenía firme, inquebrantable como el acero. Cada paso era una oración, cada latido de su corazón una cue