Los meses que siguieron a mi divorcio con Firenze se sintieron como un eterno suspiro de agotamiento. Nada mejoraba. En el fondo, sabía que había cruzado demasiadas líneas y que el resultado era inevitable. Mis abogados me aconsejaron conciliar y firmar el divorcio sin resistencia. Firenze renunció al departamento donde había vivido Fabiana, y yo tuve que regresar al de la bahía. Nuestro antiguo hogar, el que construimos juntos, se vendió. Ella compró una casa más cómoda para los niños, algo más acorde con su nueva vida.
Vivir aquí, de alguna forma, me mantenía atado a lo que fui. Este espacio, donde pasé mis días de soltero y mis primeros encuentros con Firenze, tenía una carga emocional que no quería soltar. No lo vendí, aunque en algún momento prometí hacerlo.
Firenze había cortado cualquier lazo innecesario. Solo me permitía verlos cuando era estrictamente necesario para los niños. Me toleraba nada más. En ocasiones, cuando no aparecía a verlos, ella cortaba el contacto por comple