El aire olía a tierra mojada y lirios. El viento soplaba con esa calma que precede a la tormenta, moviendo las ramas del ciprés bajo el cual me ocultaba. Desde ahí podía ver el cementerio entero: un mosaico gris de cruces, paraguas negros y pétalos arrastrados por el suelo. No debía estar aquí. Y, sin embargo, no podía marcharme.
Habían pasado diez años desde la última vez que vi a mis hijos. Noah y Zoe eran aún pequeños, pero habíamos compartido lo suficiente como para habitar un rincón de sus memorias. Me recuerdan, sin duda, pero no sé cómo. Quizá con rabia, quizá con lástima. Hoy los observo de lejos, sin que lo sepan, mientras entierran al hombre que les enseñó lo que yo nunca pude.
El niño que ahora toma de la mano a Zoe se parece tanto a Luca… pero esos cabellos ondulados que se mueven con el viento me devuelven a Firenze. Luca vivió la vida que yo arruiné: el hogar que nunca supe construir. Y, aun así, la enfermedad se lo llevó con una rapidez tan limpia que dejó tras de sí un