La rutina laboral había cambiado drásticamente desde que Firenze se convirtió en parte de mi vida. Lo profesional y lo personal se entrelazaban con una naturalidad peligrosa, arrastrándome a lugares inesperados sin darme cuenta.
Las mañanas comenzaban tarde. No porque quisiera, sino porque despertar con ella a mi lado era una tentación difícil de resistir. A veces, un simple beso en su cuello bastaba para que olvidáramos nuestras obligaciones, y nuestros cuerpos se encontraban en una sincronía perfecta que convertía cualquier agenda en un mero borrador.
—Anthony, es tarde otra vez —murmuró una mañana, recogiendo su ropa esparcida por la habitación. Su cabello alborotado y su mirada firme, aunque cansada, me decían que realmente lo pensaba. —El trabajo es importante para mí. No quiero que perdamos la brújula.
Yo la escuchaba, pero en el fondo sabía que no podía prometerle nada. Firenze despertaba en mí un deseo primitivo, una necesidad constante de tenerla cerca. No tenía herramientas