—Doctor —saludó Gemma al entrar en la oficina de Corrado Carbone.
La sesión con su paciente había terminado hacía más de quince minutos, y aunque no era de las que se escondían, había tardado en decidirse a ir a ver a Corrado. Se había tomado aquel tiempo para reunir toda su paciencia para lidiar con él. El doctor Carbone no parecía precisamente un mal tipo, pero sí alguien demasiado enamorado de sí mismo, convencido de que todas las mujeres debían compartir esa fascinación. Su exceso de confianza podía resultar agotador y bastante incómodo.
—Gemma, pasa por favor —respondió él con una sonrisa—. Y ya te dije en varias ocasiones que puedes llamarme solo Corrado
Gemma mantuvo una sonrisa profesional, pero no se comprometió a nada.
Corrado se levantó con una carpeta en manos, rodeó el escritorio y se acomodó en uno de los sofás
—Toma asiento por favor —dijo, invitándola con un gesto a sentarse a su lado.
Gemma se acercó y ocupó el otro sofá.
—¿Cómo has estado? —preguntó él con un interés