Solo quedaban los regalos que Javier me había dado durante estos tres años: desde pequeñas chucherías divertidas hasta joyas costosas. Separé las piezas más valiosas para que mi mejor amiga las guardara y se las devolviera a Javier después de que me fuera de Puerto Céfiro. Así quedaríamos a mano definitivamente.
Las baratijas que me había dado solo para hacerme sonreír, las empaqué sin dudar para tirarlas. Antes, hasta un simple llavero suyo me parecía un tesoro. Ahora, al deshacerme de todo, no sentía ni un atisbo de nostalgia.
Después de terminar, envolví cuidadosamente la foto de mamá y la guardé en un compartimento especial de mi maleta. Luego salí sin mirar atrás de la casa donde había vivido por diez años.
Justo cuando cruzaba el portón, llegó el auto de Javier. Lo ignoré, pero él se detuvo junto a mí. Bajó la ventanilla trasera, mostrando su rostro apuesto y elegante. Apenas le di una mirada superficial y seguí caminando.
—Alejandra —frunció el ceño—, ¿a dónde vas?
Con dos malet