Mi boda con Samuel fue en la primavera del año siguiente. Como habíamos prometido en nuestra juventud, Julia fue mi única dama de honor. No invité a nadie de Puerto Céfiro, pero de alguna manera la noticia se filtró. El día de la boda, papá y Javier aparecieron.
Samuel vino a preguntarme qué quería hacer. La maquillista estaba trabajando en mi rostro cuando levanté la vista y nos vi a ambos en el espejo. El maquillaje nupcial era más elaborado, haciéndome lucir diferente. Como las begonias que Samuel había plantado en nuestra casa, florecía tímidamente, delicada pero cautivadora. Y él, en su traje negro de novio, se veía increíblemente apuesto. Nuestras miradas se encontraron y ambos sonreímos.
—No quiero verlos.
Samuel asintió sin dudar: —Bien, haré que los escolten afuera.
—Gracias.
El pasado y sus heridas permanecerían en mi corazón hasta desvanecerse con el tiempo. Esta vida es demasiado corta para forzar lazos familiares. Ya no quería forzarme a mí misma.
Cuando subí al altar en m