La ciudad palpitaba bajo un cielo gris, cubierta por la lluvia fina que convertía las calles en espejos deformados. En lo alto de un edificio corporativo, el CEO observaba la ciudad a través de los ventanales. Su reflejo se mezclaba con las luces de neón, su mirada era fría, calculadora.
—Quiero un informe en tiempo real de cada movimiento suyo —ordenó, sin apartar la vista del horizonte. Un asistente, trajeado y nervioso, respondió con voz temblorosa: —Ya tenemos cámaras en las principales avenidas, jefe. Además, varios de nuestros hombres están encubiertos en los puntos estratégicos. Incluso hemos comenzado a rastrear sus identidades falsas. El CEO giró lentamente, dejando ver una media sonrisa. —Ella siempre fue buena para esconderse… pero yo soy mejor para cazar. Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, ella caminaba entre la multitud con un paso tranquilo. Su gabardina oscura y el paraguas negro la hacían pasar desapercibida, pero sus ojos se movían con precisión quirúrgica. Cada esquina, cada espejo retrovisor de un coche estacionado, cada sombra en un portal: todo era analizado. Sentía la presión, un peso en el aire. Como si los ojos invisibles de la ciudad entera la siguieran. Y no estaba equivocada. A pocas calles de allí, un hombre con auricular murmuraba: —La tengo en visual. Avanza hacia la séptima. La información viajaba a la central del CEO. Él, con un monitor repleto de cámaras urbanas, movía las piezas de su tablero. —Ciérrenle el paso en la octava. Ella siempre gira a la izquierda en calles estrechas —indicó, con la seguridad de quien conoce los hábitos de su presa mejor que ella misma. Pero cuando la persecución se tensaba, ella sonrió apenas. Había sentido el movimiento en el aire, el patrón invisible de la caza. Y decidió contraatacar. Se detuvo frente a una vidriera, como si se interesara en los relojes antiguos expuestos. Luego, con un movimiento discreto, dejó caer dentro del bolsillo del abrigo un teléfono desechable. Lo encendió por breves segundos y lo colocó en un banco cercano. Minutos después, uno de los hombres del CEO se acercó al banco, verificó la señal y avisó: —La tenemos. Coordenadas exactas. El CEO se inclinó hacia adelante, seguro de la captura. —Al fin… Pero cuando irrumpieron en el lugar, solo encontraron el teléfono encendido, enviando su ubicación en bucle. Una trampa. Una pista falsa. El asistente tartamudeó: —Señor… ella nos engañó. El CEO apretó la mandíbula, pero en sus labios apareció algo inesperado: una sonrisa oscura, cargada de fascinación. —Ingeniosa… demasiado. Esto ya no es una persecución cualquiera. Esto es un juego. Y en los juegos… siempre gano yo. Ella, desde la terraza de un edificio cercano, observaba todo en silencio, con los ojos brillando bajo la lluvia. “Crees que me controlas, pero subestimas lo mucho que te conozco… más de lo que tú imaginas.” Luego de asegurarse de que los hombres del CEO se habían movido, bajo del edificio. El eco de los pasos en las calles húmedas la empujaba a no detenerse. Con cada esquina, con cada sombra, cambiaba de piel. La chaqueta larga desapareció en un contenedor; el cabello, antes recogido, cayó suelto y enmarcó un rostro que pocos reconocerían; el tono de su voz, ensayado mil veces frente a espejos ajenos, adquirió un acento nuevo. No era ella. Ya no. En cuestión de minutos, se volvió otra. La mujer que las cámaras buscaban dejó de existir, sepultada bajo capas de personajes que ella misma había creado a lo largo de los años. El peligro no era solo externo: era el recordatorio constante de que, quizás, ni siquiera conocía su propio reflejo. Mientras caminaba entre la multitud, mezclándose con turistas y oficinistas, la punzada regresó. Ese destello en su memoria: su piel contra otra, labios que parecían haberla reclamado mil veces, una respiración entrecortada que reconocía como suya y no al mismo tiempo. El rostro era difuso, pero la sensación… la sensación era tan real que le erizaba la piel. Se detuvo bajo la marquesina de un viejo teatro, fingiendo revisar su teléfono. ¿Y si él no era mi enemigo? La pregunta le arañó el pecho. Había construido toda su vida sobre la certeza de que alguien la perseguía, de que era culpable de algo que ni recordaba, pero… ¿y si la verdad era otra? ¿Y si yo no soy la asesina que siempre creí? El murmullo de la ciudad la arrastró de nuevo a la realidad. No podía permitirse debilidad. Pero la duda, como una grieta silenciosa, comenzaba a expandirse. Al otro lado de la ciudad, una sala oscura vibraba con las pantallas encendidas. Ojos fríos seguían cada movimiento de esa silueta que se desvanecía en la multitud. El CEO, con las manos entrelazadas sobre el escritorio, inclinó apenas la cabeza. —Ingeniosa —murmuró, apenas un suspiro. No era admiración, ni tampoco enojo. Era algo más complejo, más íntimo. Como si, sin verla nunca cara a cara, ya supiera cómo iba a moverse, qué iba a pensar, cómo iba a disfrazar su miedo. Como si ella fuera la otra mitad de un juego que nadie más entendía. Una sonrisa mínima curvó sus labios mientras apagaba una de las pantallas. Él también lo sentía: esa conexión imposible, esa certeza de que ya la conocía. El zumbido de las luces de neón la envolvía mientras se adentraba en el barrio que una vez fue suyo. Los muros estaban tatuados con grafitis nuevos, pero las sombras seguían siendo las mismas. A cada paso, los recuerdos se mezclaban con la paranoia: el olor a humedad, el retumbar lejano de un tren, la certeza de que alguien la seguía incluso en el silencio. Subió las escaleras oxidadas de un edificio olvidado, golpeó una puerta con un código rítmico, y esperó. El chirrido metálico al abrirse reveló un rostro del pasado. —¿Nicolle? —la voz cargada de incredulidad rompió el aire. Era Nikolai, el chico que en otra vida había pasado noches enteras pirateando sistemas solo por diversión, y que ahora parecía un hombre marcado por demasiadas guerras digitales. Él la observó de arriba abajo como si no pudiera creer lo que veía. —¿Qué demonios hiciste? —espetó, apartándose para dejarla entrar—. Te están buscando peces muy gordos. Y no hablo de policías o cazarrecompensas. Esto es otra liga. Ella cruzó el umbral y sintió que el aire del lugar pesaba diferente, cargado de electricidad y humo de café viejo. En las pantallas, decenas de códigos corrían sin pausa, mapas, rostros, transacciones congeladas en rojo. —Necesito respuestas —dijo ella, con esa firmeza que escondía el temblor interno. Nikolai soltó una risa amarga. —¿Respuestas? Te diré lo que encontré. El CEO no solo va tras de ti. Está ocultando algo… algo que conecta con tu pasado. Con ambos. —Su mirada se endureció—. Es como si tú fueras la pieza que no quiere que nadie descubra. Un frío la recorrió. —¿De qué hablas? Él giró la pantalla hacia ella. Un archivo codificado se desplegó, con fechas y nombres que le resultaban familiares y ajenos a la vez. Entre ellos, un apellido resaltaba como un cuchillo: el de su madre. Nicolle retrocedió un paso, la garganta seca. —No… eso no puede ser… Nikolai bajó la voz, casi un susurro: —Escúchame, si llegaste hasta mí es porque ya sabes que nadie es de fiar. Ni yo. Ni él. Ni siquiera tú misma. El silencio quedó suspendido entre ellos, denso, como una bomba a punto de estallar. ¿Había encontrado al único aliado posible o acababa de meterse en la trampa más perfecta que el CEO pudo tenderle? Luego de su conversación con Nikolai, Nicolle salió rumbo a la ciudad, necesitaba encontrar una manera de adentrarse a la mansión del alfa nuevamente, necesitaba respuesta y acercarse a tener una charla con el no era una opción muy bonita que digamos. *EN LA OFICINA DEL CEO* El despacho estaba en penumbra, salvo por la luz azulada de las pantallas. El CEO permanecía sentado, con los dedos entrelazados, mirando fijamente imágenes congeladas de Nicolle: el perfil de su rostro, la manera en que sujetaba una taza de café, los movimientos calculados al cruzar la calle. Cada gesto le era familiar, aunque nunca la hubiera visto directamente. —¿Por qué no está muerta? —murmuró para sí mismo, la voz baja y cargada de una mezcla extraña entre frustración y fascinación. Su mano acarició el borde de una fotografía: Nicolle, con la peluca rubia ceniza, mirando hacia la acera sin percatarse de que lo estaba observando a través de las cámaras. Cada detalle era un desafío, una provocación silenciosa que lo consumía por dentro. Uno de sus hombres más cercanos se atrevió a hablar: —Señor, podemos acabar con ella ahora. No hay margen de error. Él giró los ojos hacia él, y por un instante, la dureza que todos conocían se suavizó, dejando entrever un resquicio casi humano. —No —dijo despacio—. No quiero matarla. No todavía. Necesito respuestas. El silencio se extendió en la habitación. El hombre no entendía del todo, pero tampoco se atrevió a cuestionar más. —¿Respuestas? —repitió—. ¿De qué? —De ella… —respondió él, con un hilo de voz que no admitía explicación—. De por qué eligió dejarme vivir aquella noche… y de qué sabe que yo no sé. Apoyó el rostro en las manos, cerrando los ojos un instante, como si el peso de su obsesión le doliera físicamente. Había algo en Nicolle que lo desarmaba, algo que no podía catalogar ni controlar. No era miedo. No era ira. Era… confusión mezclada con una certeza peligrosa. Se levantó y caminó hacia los ventanales, observando la ciudad extendida a sus pies. Cada luz, cada sombra, cada calle era un tablero de juego que él conocía de memoria, y aun así, Nicolle conseguía infiltrarse en él, alterar su lógica y desestabilizarlo. —Ella no es un enemigo común —murmuró para sí mismo—. Y yo… tampoco. Los hombres presentes intercambiaron miradas. No era común ver a su líder hablar con esa vulnerabilidad, esa mezcla de dolor y fascinación. Era un hombre que había aprendido a dominarlo todo, y sin embargo, Nicolle lo hacía sentir… humano. —Manténganla bajo vigilancia constante —ordenó finalmente—. Pero sin presión. Cada movimiento, cada sombra, cada contacto que haga… quiero saberlo todo. Y cuando llegue el momento… quiero respuestas directamente de ella. Mientras las luces de la ciudad se reflejaban en sus ojos, por primera vez en años, el CEO permitió que la incertidumbre se filtrara en su mente. La mujer que debía ser su presa se había convertido, sin quererlo, en el centro de su obsesión. Al día siguiente Nicolle se dirigió a la estación del tren, no porque quisiera tomarlo, sino porque era el único lugar por el que se podía mover sin ser vista. El murmullo de la estación de tren se mezclaba con el eco de los pasos apresurados de Nicolle. Cada sonido era una alerta; cada sombra, una posible amenaza. Su respiración era controlada, medida, aunque el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. —Vamos… solo un poco más —susurró para sí misma, ajustando la chaqueta que cubría su nueva identidad, sin darse cuenta que ya era perseguida. Se adentró en un callejón lateral, buscando la salida trasera del hotel contiguo. La calle estaba desierta, salvo por el eco de sus propios pasos y el lejano sonido de un tren aproximándose. Detrás, apenas perceptible entre la penumbra, se movía una figura elegante y segura: el CEO. Su presencia no necesitaba luces ni anuncios; la intuición de Nicolle le decía que él estaba cerca, cada paso calculado como el suyo. De repente, una voz suave, casi un murmullo, rompió el silencio: —¿Crees que puedes escaparte de mí? Nicolle se detuvo, instintivamente buscando el origen. No había rostro aún, solo la presencia que la helaba por dentro. Sus ojos recorrieron la sombra frente a ella. —No sé quién eres —respondió, con la voz firme, aunque temblorosa por dentro—. Si eres un enemigo, mejor que te alejes. Un paso resonó más cerca, otro más. La respiración del hombre se mezclaba con la suya, pero no había contacto físico. Solo proximidad. —No soy tu enemigo… todavía —dijo él, con un tono tan bajo que parecía que solo ella podía escucharlo—. Pero estoy demasiado interesado en ti como para dejar que desaparezcas. Nicolle tragó saliva, evaluando sus opciones. En un movimiento rápido, giró y corrió hacia la salida del callejón. Su bolso se enganchó en una tubería, y al desprenderse, un pequeño objeto cayó al suelo: un pendiente antiguo que nunca llevaba fuera de su “identidad oficial”. El hombre se inclinó y lo recogió con cuidado. Lo sostuvo entre los dedos, girándolo lentamente. Una sonrisa oscura curvó sus labios. —El juego apenas comienza —murmuró, guardando el pendiente mientras la figura de Nicolle se desvanecía entre la multitud. “¿Por qué corres? ¿Acaso no eres tú la asesina?” Se repetía una y otra vez. Su corazón aún latía con fuerza, pero no de miedo. Había algo más en juego, algo que ni ella ni él podían ignorar. Y aunque ahora estaban separados por metros, la conexión invisible ya se había establecido.