Inicio / Romance / La asesina del CEO / Capitulo 4- Obsesión
Capitulo 4- Obsesión

El pendiente descansaba en la palma de su mano como si fuera un trofeo de guerra. Pequeño, aparentemente insignificante, pero cargado de una presencia que lo consumía más que cualquier operación multimillonaria. Lo había recogido del suelo con una calma estudiada, aunque por dentro sentía que acababa de arrebatarle un pedazo del alma a esa mujer imposible de atrapar.

No era una joya ordinaria. La plata parecía trabajada a mano, con un engaste minucioso que encerraba una piedra oscura, azul profundo, casi negra bajo la luz tenue de su despacho. Un objeto de esos que no se consiguen en tiendas comunes, sino en lugares exclusivos, cargados de historia. El CEO lo giró entre sus dedos, observando cómo la piedra capturaba destellos de luz y devolvía reflejos que parecían burlarse de él.

—Quiero un informe completo —ordenó con voz baja, apenas un susurro cargado de autoridad. El hombre al otro lado del escritorio asintió, tomando nota de cada palabra.

—¿De qué tipo, señor?

—Todo. Fabricante, joyero, comprador original, subastas, registros de lujo en la ciudad y fuera de ella. Si esa pieza salió de algún catálogo, lo quiero saber. Y si fue hecha a medida, más aún. No me importa cuántos contactos tengas que movilizar.

El subordinado tragó saliva, consciente de que esa orden no era una sugerencia. El CEO no levantó la mirada del pendiente hasta que el otro desapareció de la oficina.

Cuando la puerta se cerró, el silencio volvió a envolver el lugar, roto solo por la respiración contenida de él mismo. Se reclinó en su silla de cuero, cerrando los ojos un instante, y entonces sucedió: una oleada de imágenes fugaces lo atravesaron. No eran recuerdos propios, y sin embargo los sentía como tales. Una risa femenina, una mano rozando su brazo, un aroma a vainilla mezclado con pólvora. ¿Eran suyas esas memorias? ¿O eran fantasmas implantados por la cercanía de esa mujer?

Sacudió la cabeza, frustrado. Se suponía que debía odiarla. Ella lo había desafiado, burlado, humillado con su astucia frente a todo un ejército de hombres entrenados. Ella era el enemigo, un virus en su sistema perfecto. Y sin embargo, aquí estaba, sosteniendo un pendiente como si fuera un ancla, como si al apretarlo contra su piel pudiera invocar su presencia.

Lo giró entre sus dedos, despacio, saboreando cada borde, cada curva. El contacto frío de la plata se calentaba poco a poco con su piel, y en su interior algo se encendía, un fuego lento, corrosivo. Era deseo, sí, pero también rabia, fascinación, y algo más profundo que no quería nombrar.

Se levantó y caminó hasta la ventana de su oficina. La ciudad se desplegaba bajo él como un tablero de ajedrez iluminado. Había pasado años calculando cada movimiento, anticipando cada jugada, y ahora una sola mujer venía a trastocar el equilibrio. Una mujer que dejaba migas de pan como este pendiente, no por error —estaba seguro— sino como una invitación retorcida.

—¿Qué quieres de mí? —murmuró, como si ella pudiera escucharlo desde donde fuera que se escondiera.

El vidrio reflejó su propia expresión: severa, contenida, pero con esa sombra en los ojos que delataba el inicio de una obsesión peligrosa.

Decidió en ese instante reforzar la vigilancia. No de manera evidente, no como en la noche del operativo fallido, donde decenas de hombres casi la rodearon. No, esta vez sería distinto. Invisibles, como sombras entre la multitud. Cámaras móviles, drones encubiertos, agentes que se mezclaran con la gente común. Quería verla moverse, observarla respirar, estudiar cada gesto.

No se trataba solo de atraparla. No aún. Quería comprenderla, arrancar de raíz ese misterio que lo devoraba por dentro.

Tomó el pendiente de nuevo y lo guardó en el bolsillo interior de su saco, cerca del corazón. La presión metálica contra su pecho lo hizo sonreír con amargura. Había ejecutado rivales sin parpadear, había enterrado traiciones bajo capas de silencio y poder. Y ahora, un simple pendiente lo mantenía despierto, lo arrastraba a la frontera entre la lógica y la locura.

No lo admitiría ante nadie, pero en lo más profundo ya lo sabía: esa mujer se estaba convirtiendo en su obsesión. Y las obsesiones, en su mundo, siempre terminaban con sangre… o con rendición.

*MIENTRAS TANTO CON NICOLLE*

El escondite estaba sumido en penumbras. Nicolle había regresado con el pulso acelerado, el aire aún impregnado del perfume caro que llevaba el CEO aquella noche. Cerró la puerta con dos vueltas de llave y apoyó la frente en la madera fría, como si necesitara que algo sólido contuviera el torbellino en su interior.

El silencio era tan espeso que escuchaba sus propios latidos.

Nikolai, que esperaba en la mesa con un cigarrillo apagado entre los labios, la observó sin preguntar. Su mirada gris lo decía todo: ¿valió la pena acercarte tanto?

—Antes que me preguntes qué pasa, me gustaría saber que te trae por aquí y cómo sabías que vendría a este escondite —agregó Nicolle.

—Solo pasaba y decidí entrar, ni siquiera sabía que pasarías por aquí.

Ella no mostró interés a lo que dijo y se dejó caer en la silla frente a él, quitándose la chaqueta empapada de humedad. Y fue entonces cuando lo notó: la piel desnuda en su clavícula, el hueco vacío donde antes reposaba el pendiente de su madre.

Se le heló la sangre.

Llevó la mano a su cuello, palpando con desesperación. Nada. El pequeño pendiente de plata, el único recuerdo de una mujer que apenas recordaba, se había perdido. En el lugar donde debía colgar, solo quedaba la marca enrojecida de la cadena rota.

—No… no puede ser —murmuró, apartando con brusquedad los mechones de su peluca.

Nikolai arqueó una ceja.

—¿Qué pasó?

—El pendiente… —su voz era un susurro quebrado—. Lo perdí.

El cigarro rodó entre los dedos de él. Por un instante, la máscara dura del mercenario se suavizó.

—Ese pendiente era importante para ti.

Ella lo miró con los ojos vidriosos. No lo entenderías, pensó, pero no lo dijo. Porque aquel pendiente no era solo una joya, era la última conexión tangible con una infancia desdibujada, con las risas lejanas de su madre, con la promesa de que había sido amada alguna vez.

Y ahora estaba en manos de alguien más.

La imagen del CEO apareció en su mente: alto, imponente, con esa sonrisa calculada que podía desarmar ejércitos. Lo vio inclinándose hacia el suelo, recogiendo el pendiente. Lo imaginó sosteniéndolo entre sus dedos, analizándolo, guardándolo en su bolsillo como si fuera un trofeo.

“Él lo tiene.”

La idea la hizo estremecerse. ¿Lo usaría contra ella? ¿O peor… lo guardaría como un recuerdo íntimo de la mujer que había intentado matarlo?

El corazón le dolía como si un puño invisible lo apretara. Porque en el fondo, la posibilidad de que él valorara ese objeto tanto como ella, era casi insoportable.

Intentó sacarlo de su cabeza, pero en lugar de eso llegaron los recuerdos. No recuerdos reales, sino imágenes fabricadas por su propia mente: la risa de él en un balcón, su mano rozando la suya al pasarle una copa de vino, el calor de sus labios que nunca había probado. Fantasías. Sombras de una vida que jamás vivieron, pero que en su interior pesaban como si fueran memorias robadas.

Cerró los ojos y las lágrimas amenazaron con quebrar su fachada de acero.

—Maldita sea —susurró.

Nikolai notó el temblor en su voz. Se inclinó hacia ella.

—Escúchame, Nicolle. No importa el pendiente, no importa ese hombre. Recuerda quién eres, qué hacemos aquí.

Ella levantó la mirada, endureciendo el gesto, obligándose a erigir una muralla. Pero su silencio la delató.

Antes de que pudiera responder, el ruido metálico de un cerrojo forzado rompió el aire.

Ambos se pusieron en pie de inmediato. La adrenalina borró cualquier rastro de vulnerabilidad. Nicolle desenfundó el arma oculta bajo la mesa, mientras Nikolai se cubría detrás de la puerta lateral.

Tres sombras irrumpieron en el escondite. Contratistas. Los mismos que antes habían sido sus supuestos aliados.

—Nicolle Alvaréz —gruñó uno de ellos, un hombre corpulento con cicatriz en la frente—. Se acabó el juego.

No hubo tiempo para negociar. El primer disparo resonó como un trueno.

Ella rodó por el suelo, esquivando por centímetros la bala que perforó la pared detrás. Contestó con dos tiros precisos; uno alcanzó al más joven en la pierna, haciéndolo gritar de dolor.

Nikolai lanzó un cuchillo que se clavó en el hombro de otro, pero el tercero avanzó como un animal rabioso. En el forcejeo, una bala rozó el brazo de Nicolle y otra atravesó el costado de Nikolai, arrancándole un gemido ahogado.

El olor a pólvora llenó el aire, mezclado con el hierro de la sangre.

Nicolle sintió la quemazón en su piel, pero no se detuvo. Con un giro desesperado, estampó la culata de su pistola contra el rostro del atacante, rompiéndole la nariz. El hombre cayó hacia atrás, aturdido.

—¡Nikolai! —gritó, arrastrándose hacia él.

Su compañero sangraba abundantemente, la camisa empapada. Aun así, trataba de levantarse para cubrirla.

—Corre —murmuró, escupiendo sangre—. No te quedes.

Ella negó con furia.

—No otra vez.

Los contratistas heridos gemían en el suelo, pero aún respiraban. No había victoria, solo un amargo empate. Y el eco de algo peor: la certeza de que la cacería había cambiado de rumbo. Ya no eran sus empleadores, ya no era un contrato. Era ella contra todos.

Apretó la herida de Nikolai con sus manos ensangrentadas, los ojos ardiendo. Y entre el caos, una sola idea se abrió paso como un cuchillo en la oscuridad:

Él lo sabrá.

El CEO descubriría lo ocurrido, y entonces la distancia entre ellos se acortaría aún más. El pendiente perdido, la emboscada de los contratistas, la sangre derramada… todo se entretejía en una red invisible que los acercaba, quiera ella o no.

Y Nicolle, mientras mantenía a Nikolai consciente, supo que su guerra estaba a punto de volverse personal.

*AL DÍA DESPUES*

El salón resplandecía bajo las arañas de cristal, un escenario donde el lujo era casi un idioma propio. El cóctel estaba lleno de empresarios, políticos y rostros cuidadosamente maquillados para las cámaras. Nicolle ajustó la copa entre sus dedos enguantados y repasó mentalmente cada gesto aprendido: la sonrisa correcta, la inclinación de cabeza sutil, la forma de caminar sin levantar sospechas. Su nuevo disfraz era perfecto. Cabello recogido en un moño elegante, vestido negro de líneas limpias y maquillaje que la hacía parecer una desconocida. Nadie allí debía reconocerla. Nadie, excepto él.

A su lado, Nikolai permanecía sentado en un rincón apartado, camuflado entre los asistentes. Todavía estaba débil por la herida recibida en la emboscada, y aunque Nicolle lo había obligado a salir de su escondite para despistar, cada movimiento suyo le recordaba lo cerca que habían estado de perderlo todo. El eco de los disparos aún resonaba en su memoria, junto con la imagen del contratista desangrándose en el suelo. Esa noche había comprendido que los cazadores ya no se conformaban con rastrearla: iban a matarla, sin importar a quién arrastraran consigo.

Pero ahora, el riesgo era otro. Uno más íntimo.

La vio entrar. O tal vez fue al revés: ella lo buscó primero, entre el tumulto de trajes y perfumes caros, hasta que lo encontró. Liam Romanov. El CEO. De pie junto a una mesa, conversando con diplomáticos, proyectando esa seguridad implacable que lo hacía intocable. Su sola presencia llenaba el espacio; no era el dinero, ni el poder… era la manera en que parecía saber que todos, en el fondo, giraban alrededor suyo.

Nicolle sintió un nudo en el estómago. Él no debería estar ahí. O mejor dicho, ella no debería haber venido. Pero algo en su interior la empujaba a comprobarlo: ¿la reconocería, incluso tras otra máscara? ¿O sus recuerdos eran solo delirios creados por noches sin sueño?

Respiró hondo y avanzó hacia el centro del salón. Sus tacones resonaron en el mármol. Nadie la miraba con sospecha; todos la veían como una más entre tantos. Sin embargo, a cada paso, la tensión le crispaba los nervios.

Romanov alzó la vista. Fue apenas un segundo. Sus miradas se cruzaron en medio del gentío. Y entonces ocurrió: él sonrió. No la sonrisa cortés que regalaba a los socios ni la sonrisa diplomática con la prensa. Era distinta. Una curva lenta, cargada de una certeza peligrosa.

Nicolle se quedó helada.

Él lo sabía.

No importaba el peinado, el vestido ni el nombre falso que había dado al recepcionista. Romanov la había reconocido como si siempre hubiese estado esperándola.

—Maldición… —murmuró, apenas moviendo los labios.

Su mano instintivamente buscó el lugar donde debería estar su pendiente. El mismo pendiente que ahora él guardaba. La conexión invisible entre ambos. Si lo tenía aún, si lo llevaba encima… entonces ella no podría matarlo. No todavía. El objeto era lo único que quedaba de su madre, lo único que la ataba a algo humano, y perderlo significaba perderse a sí misma.

Romanov dejó la copa sobre la mesa y se excusó de la conversación sin apartar la mirada de ella. Avanzó entre la multitud con una calma que era más intimidante que cualquier amenaza. Cada paso suyo parecía arrastrar la atmósfera entera hacia un clímax inevitable.

Nicolle retrocedió un poco, disimulando, pero se obligó a mantener la compostura. No podía salir corriendo; eso levantaría sospechas. Tampoco podía enfrentarlo allí, en medio de testigos. Así que sonrió, como si no hubiera notado nada, y giró hacia otra mesa.

Pero Romanov ya había dado la orden. Uno de sus hombres, vestido como un invitado más, se separó de la multitud y comenzó a seguirla discretamente. Ella lo detectó en el reflejo de un espejo y la sangre se le heló.

Él no solo la había reconocido: la quería para sí.

Los segundos se hicieron eternos. Nicolle fingía interés en la conversación de un par de desconocidos, mientras su corazón golpeaba contra sus costillas. Desde el otro extremo del salón, Romanov se detuvo a un metro de ella. No dijo nada. Solo la miró con esa intensidad peligrosa, sosteniendo la copa con una mano y con la otra escondida en el bolsillo del saco, como si guardara algo allí. Como si fuera su pendiente.

El aire parecía vibrar entre ellos. Ella no podía apartar los ojos.

Y entonces, él se inclinó apenas hacia su guardaespaldas más cercano y susurró:

—No la pierdan de vista. Quiero que me la traigan.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP