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Capitulo 2- Cazador y presa

La madrugada se filtraba por los ventanales de aquel despacho como un espectro. La ciudad permanecía despierta a lo lejos, con sus luces temblando sobre el asfalto húmedo, pero dentro de esa oficina todo era silencio. El único sonido era el insistente zumbido del teléfono vibrando sobre el escritorio de caoba.

El CEO tomó el aparato con calma contenida, aunque sus ojos oscuros reflejaban una tormenta. Un mensaje encriptado. Breve. Punzante.

“Nos hemos visto antes. Búscame si quieres respuestas.”

Lo leyó una vez. Dos. Tres. Cada palabra parecía grabarse con hierro candente en su memoria. Cerró la mandíbula hasta sentir cómo sus dientes rechinaban.

¿Quién más, si no ella, se atrevería a jugar con él de esa manera?

La recordó de inmediato. Aquella mirada fría, el arma firme apuntándole al corazón. El instante en que debería haber muerto… pero no lo hizo. Ella no disparó.

El recuerdo era una espina. Él, acostumbrado a que todos lo obedecieran, a que sus enemigos no vivieran lo suficiente para desafiarlo, no podía aceptar esa anomalía. ¿Por qué lo dejó vivir? ¿Qué significaba esa piedad? ¿O fue crueldad calculada, un modo de enredarlo en esta obsesión enfermiza?

—Señor… —la voz grave de uno de sus hombres lo arrancó de sus pensamientos. El guardia se había acercado con cautela, consciente de que interrumpirlo podía costarle caro.

—Hemos rastreado el número. Podemos movernos ya.

El CEO no levantó la vista enseguida. Mantuvo el teléfono en su mano, acariciando con el pulgar las palabras que todavía ardían en la pantalla. Luego habló, con un tono bajo, gélido.

—No.

El silencio pesó en la habitación. El guardia parpadeó, confundido.m

—¿Cómo que no, señor? Esta es la oportunidad perfecta para…

La mirada que le lanzó bastó para callarlo. Una mirada que helaba la sangre.

—Si la presionamos, se esfumará. Y no estoy dispuesto a perderla.

El guardia tragó saliva. Había esperado una orden de ejecución inmediata, no aquella instrucción cargada de… ¿ansiedad? ¿Deseo?

—Entonces… ¿qué hacemos?

El CEO se inclinó hacia atrás en su sillón de cuero, con la calma peligrosa de un depredador en reposo.

—Síguela. Pero sin ruido. Sin errores. Quiero saber cada paso que da, cada sombra que la cubre.

El hombre asintió con rapidez y salió, agradecido de conservar la vida.

Cuando la puerta se cerró, el CEO volvió a quedar solo. Y solo, los muros se estrechaban sobre él.

Se obligó a respirar hondo, pero cada inhalación estaba impregnada de esa chispa irracional que lo devoraba. Un fuego que no tenía nombre.

La lógica gritaba que ella era una amenaza. La lógica le recordaba que aquella mujer lo había intentado asesinar y que dejarla libre era invitar a la traición.

Y aun así… había algo más. Algo que le quemaba bajo la piel.

El mensaje no solo lo retaba. Lo envenenaba con una certeza imposible: ella lo conocía.

Sus dedos tamborilearon sobre el escritorio.

Nadie lo retaba. Nadie jugaba con él y vivía para contarlo. Y, sin embargo, ella no solo había sobrevivido: lo había marcado.

Se levantó, caminó hasta los ventanales. La ciudad lo miraba desde abajo, insignificante ante su poder. Pero por primera vez en años, sintió que no tenía el control absoluto. Y lo odiaba. Lo odiaba tanto como lo necesitaba.

Apagó las luces del despacho, dejando que la penumbra lo envolviera. El reflejo de su silueta en el vidrio parecía la de un hombre dividido: cazador y presa al mismo tiempo.

Murmuró para sí, con un filo de amenaza y deseo entrelazados:

—Si realmente nos hemos visto antes… esta vez no escaparás.

El teléfono vibró otra vez en su mano, pero no lo miró de inmediato. Una sonrisa oscura, casi imperceptible, curvó sus labios.

El juego apenas comenzaba.

El reloj de la habitación improvisada marcaba ya las 4 de la mañana cuando ella cerró la ventana a medio abrir. El aire nocturno había empezado a enfriarse, pero lo que le erizaba la piel no era la temperatura, sino la certeza de que no podía esconderse para siempre.

Con movimientos calculados, guardó las armas en un maletín negro y comenzó el ritual de transformación que se había convertido en parte de su supervivencia. Nuevamente frente al espejo roto apoyado contra la pared, eligió otra peluca: un rubio cenizo que contrastaba con su piel y cambiaba por completo su expresión. Aplicó maquillaje con manos seguras, borrando los ángulos familiares de su rostro. Una nueva mujer la miraba desde el reflejo: desconocida, casi irreconocible.

Pero ella sabía que no importaba cuántas veces cambiara de piel: él terminaría encontrándola. Era un hombre poderoso.

Se sentó al borde de la cama y respiró profundo. Su mente volvía al mensaje que había enviado una hora antes: Nos hemos visto antes. Búscame si quieres respuestas. La frase ardía en su cabeza como un tatuaje. Era un reto, una confesión y una trampa, todo en uno.

“Si muero, que sea frente a sus ojos”, pensó, con un escalofrío que no era miedo, sino determinación. “Necesito saber si esos recuerdos son solo míos… o también suyos.”

Apoyó el rostro en las palmas de sus manos, intentando ordenar el caos de imágenes que cada día se volvían más reales. Cerró los ojos… y entonces el flashback regresó, más nítido que nunca.

Sintió la textura de unas manos rodeando las suyas. No eran ásperas como las de un asesino ni frías como las de un extraño: eran cálidas, seguras, como si en algún tiempo hubieran pertenecido a alguien que la protegía. Una risa suave, grave, masculina, resonó en su memoria. No podía ser él… no tenía sentido. El CEO era su objetivo, el hombre que debía matar, y sin embargo, su mente le devolvía un recuerdo de intimidad con él, como si hubieran compartido algo que la lógica le prohibía aceptar.

Abrió los ojos de golpe y miró su propio reflejo en el espejo roto. La asesina que conocía la observaba desde ahí: fría, pragmática, sin lugar para debilidades. Pero junto a esa sombra empezaba a surgir otra versión de sí misma: una mujer que quería respuestas, que quería creer en un pasado imposible.

Cerró el maletín con fuerza, como si el sonido metálico pudiera disipar sus dudas. Sabía lo que estaba en juego. Cada decisión que tomaba la acercaba un paso más a él, al hombre que debía ser su víctima y que, por alguna razón, también era la clave de un rompecabezas enterrado en su memoria.

La tensión la consumía. ¿Qué era más fuerte, la asesina que había sido siempre… o la mujer que quería respuestas?

Se levantó y apagó la única lámpara de la habitación. En la oscuridad, con el corazón latiendo con fuerza, entendió que no quedaban escondites posibles. Tarde o temprano, sus caminos volverían a cruzarse.

Y cuando eso ocurriera… no estaba segura de si apuntaría el arma a su pecho o de si dejaría que él disparara primero.

La madrugada aún pesaba sobre la ciudad cuando el CEO, encerrado en su oficina de cristal, ordenó que le mostraran los videos de las cámaras de seguridad. Solo la pantalla principal iluminaba su rostro, fría y azulada, reflejando sus ojos como si fueran cuchillas. Frente a él, un enjambre de monitores desplegaba fragmentos de video: grabaciones de cámaras de seguridad hackeadas, imágenes captadas en la fiesta, datos robados de tráfico celular.

Sus hombres estaban tensos, de pie en fila, esperando la orden. La habían visto perder la calma una sola vez, y sabían que no podían darse el lujo de repetir el error. Él, sin embargo, parecía demasiado concentrado para siquiera registrar sus presencias.

—Amplía el ángulo de la terraza norte —ordenó con voz grave, sin apartar la mirada de la pantalla.

Uno de los técnicos obedeció. El zoom capturó un rostro borroso entre sombras y movimiento. La silueta era inconfundible: femenina, delgada, ágil. Su cuerpo estaba diseñado para moverse como un fantasma entre multitudes. Pero lo que capturó la atención del CEO no fue la forma en que escapaba, ni siquiera la manera precisa en que neutralizaba a dos guardias con un solo movimiento. Fue algo mucho más pequeño.

Un lunar.

Allí estaba. Minúsculo, apenas perceptible bajo la luz artificial, justo en la mejilla izquierda. El detalle insignificante se convirtió en un disparo directo a sus recuerdos.lo reconocía. Por un instante, el CEO se recostó en el sillón, exhalando como si el aire lo hubiese golpeado en el pecho. Ese lunar no era un accidente. No podía serlo.

El silencio en la sala se volvió espeso. Uno de sus hombres, nervioso, intentó hablar:

—Podemos mejorar la resolución y…

—Cállate. —El CEO lo interrumpió sin levantar la voz, pero la frialdad en su tono hizo que todos bajaran la cabeza.

Durante segundos eternos, solo se escuchó el tecleo del sistema procesando datos. Él inclinó la cabeza hacia un costado, estudiando el rostro fragmentado en la pantalla. El lunar parecía observarlo de regreso, como si la imagen supiera exactamente lo que estaba provocando.

No tardó en llegar la siguiente revelación. Uno de sus informantes lo llamó desde una línea encriptada. Su voz era temblorosa.

—Señor, tenemos confirmación. El cadáver hallado en el estacionamiento subterráneo… es uno de los suyos.

El CEO se incorporó, rígido como una estatua.

—¿Cuál?

—Marcos. El francotirador asignado a la vigilancia externa. No sobrevivió. —El silencio del informante se quebró con dificultad—. Y no fue una ejecución limpia, señor. Fue… fue personal.

La mandíbula del CEO se tensó. Sabía reconocer las marcas de un profesional. Aquello había sido calculado, quirúrgico, pero no impersonal. No era la firma de un enemigo que simplemente quería reducir a su equipo. Era un mensaje.

Giró lentamente hacia la pantalla de la mujer fugitiva. Sus labios se curvaron en una mueca peligrosa.

—Ella.

Los presentes se miraron entre sí, confundidos. Uno de los asesores se atrevió a preguntar:

—¿Está diciendo que fue la misma mujer la que eliminó a Marcos? Pero… ella trabaja para los contratistas, ¿no?

El CEO no respondió de inmediato. Se levantó del sillón, caminó hasta el ventanal y observó la ciudad extendida como un tablero de cacería. Su reflejo en el cristal era oscuro, siniestro, casi superpuesto con la silueta de ella en la pantalla detrás de él.

—Si estuviera siguiendo órdenes —dijo al fin—, me habría dejado muerto en esa fiesta. Pero no lo hizo. En lugar de eso, eliminó a uno de los suyos.

Se giró hacia su equipo, los ojos brillando con una mezcla de furia y fascinación.

—Lo entienden, ¿verdad? Ella no está jugando en su bando. Ni en el nuestro. Está jugando sola.

Los hombres guardaron silencio. Ninguno se atrevió a contradecirlo.

La maquinaria de su imperio se activó esa misma madrugada. Órdenes secretas viajaron a través de canales cifrados: rastreo de todas las cámaras en un radio de veinte kilómetros, sobornos a informantes en las calles, acceso a bases de datos privadas que ni el gobierno debía saber que existían. La ciudad se convirtió en una red viva, cada esquina un ojo, cada rostro un registro que podía conectarla a él.

Y sin embargo, mientras veía las capas de información desplegarse en la pantalla central, el CEO no podía sacarse una idea de la mente: ella lo había elegido. No lo había matado cuando tuvo la oportunidad. Había tomado un riesgo, exponiéndose, sacrificando incluso a uno de los suyos.

“¿Por qué?”

Era la pregunta que lo devoraba. Un juego de traiciones podía entenderlo. Una emboscada, un contrato cancelado, incluso una vendetta personal. Pero lo que había hecho no tenía lógica estratégica. Lo había protegido.

Ese pensamiento le ardía como veneno dulce.

Uno de sus consejeros sugirió acudir a las autoridades. Era lo más sensato: poner en movimiento a la policía, a las agencias internacionales, soltar la cacería a través de canales oficiales.

El CEO lo miró con una calma que helaba la sangre.

—¿Las autoridades? —repitió despacio.

Caminó hacia la mesa, apoyó ambas manos sobre la superficie de cristal y dejó que la tensión creciera hasta que el silencio fue insoportable. Finalmente, habló, cada palabra como una sentencia:

—No. Esto es personal.

Sus hombres intercambiaron miradas inquietas.

—La encontraré yo mismo. —Su voz descendió en un murmullo cargado de amenaza y deseo—. Y cuando lo haga, quiero que me mire a los ojos antes de que decida si la destruyo… o la guardo para siempre.

El CEO volvió a quedar solo en la oficina cuando los demás se retiraron. La ciudad dormía allá afuera, ajena a la guerra silenciosa que acababa de comenzar. En la pantalla, la imagen congelada de la mujer con el lunar en la mejilla lo miraba como un fantasma que había regresado para reclamar un lugar en su vida.

Y en la penumbra, por primera vez en años, él sonrió.

*Al día siguiente*

El bullicio de la ciudad servía de camuflaje perfecto. Una cafetería discreta, justo frente al edificio principal del conglomerado que él controlaba, le ofrecía un refugio temporal. Se había sentado junto a la ventana, con gafas oscuras y una peluca corta en tono castaño. Su ropa era simple, anodina, pensada para hacerla invisible en medio del flujo constante de oficinistas y transeúntes. Pero su atención no estaba en la taza de café que se enfriaba frente a ella, sino en el hombre que cruzaba la calle con paso decidido.

El CEO avanzaba rodeado de dos guardaespaldas, pero ni la presencia intimidante de ellos lograba opacar el aura que lo envolvía. El traje oscuro perfectamente entallado, la manera en que la multitud se apartaba sin que él lo pidiera, y esa calma peligrosa en sus gestos. Su sola presencia era un recordatorio de por qué pocos se atrevían a enfrentarlo… y de por qué ella había fracasado en su intento de matarlo.

Su respiración se detuvo un instante. No importaba cuántos disfraces usara, ni qué nombre adoptara, la tensión en su pecho era la misma: como si su cuerpo recordara algo que su mente no alcanzaba a comprender. Él era el centro de todas las preguntas que la estaban consumiendo.

Tomó la taza y fingió beber, manteniendo la cabeza baja. “No me verá. No puede.” Pero la convicción se derrumbó cuando, a mitad de la acera, él redujo el paso. Su mirada —afilada, calculadora— barrió los alrededores, como si un instinto lo hubiera alertado de su presencia. Y por un segundo, demasiado breve para ser coincidencia, sus ojos se dirigieron hacia la ventana de la cafetería.

Ella giró la cara apenas a tiempo, pero ya era tarde. Sintió la descarga eléctrica recorrerle la espalda. No era posible. Con la peluca, las gafas y el maquillaje, ni su sombra debería delatarla. Sin embargo, algo en la forma en que él ladeó los labios, en esa media sonrisa cargada de seguridad, la heló por dentro. Esa sonrisa no pertenecía a un hombre que buscaba a una desconocida. Esa sonrisa era la de alguien que había encontrado lo que quería.

—Maldición… —susurró, apretando los dedos contra la porcelana.

El CEO se detuvo justo en la entrada de su edificio. No la miraba directamente, pero tampoco le daba la espalda. Era como si estuviera jugando con ella, consciente de que lo observaba. Su porte era un desafío en sí mismo: “Ven, atrévete a dar el siguiente paso”. Y contra toda lógica, parte de ella quería hacerlo.

Los guardaespaldas lo rodeaban, atentos a cada movimiento de la multitud. Entonces ocurrió lo inevitable: por un instante que se sintió eterno, sus miradas se cruzaron a través del cristal. No había espacio para excusas ni disfraces en esos ojos oscuros. Él sabía. Quizás no podía explicarlo aún, quizás no tenía la prueba, pero la certeza brillaba en su expresión.

El corazón de ella golpeó con fuerza. Recordó otra imagen, un eco que no pertenecía a esta vida: él riendo, no como el CEO implacable, sino con una calidez imposible. ¿Era un recuerdo inventado, un sueño, o… algo más? La confusión la desarmaba más rápido que cualquier bala.

La taza tembló en sus manos. Quiso apartar la mirada, pero se encontró atrapada en ese juego silencioso. Él no pestañeaba, no mostraba sorpresa. Solo esa sonrisa lenta, peligrosa, que le decía sin palabras: te tengo.

El ruido del local volvió a colarse en sus oídos: el golpe de platos, las voces de clientes, el pitido de la cafetera. Y sin embargo, el mundo parecía haberse reducido al hilo invisible que los unía a través del cristal.

Entonces él inclinó apenas la cabeza hacia su guardia más cercano. Sus labios se movieron, pronunciando unas palabras en un murmullo que no necesitaba ser alzado. El gesto fue discreto, casi imperceptible para cualquiera que no lo observara con obsesión.

Ella lo vio. Vio cómo el guardaespaldas asintió con un gesto seco y comenzó a desplazarse hacia el borde de la multitud, escaneando las inmediaciones con mirada depredadora.

Un escalofrío recorrió su columna. Supo en ese instante, con una claridad brutal, que ya no se trataba de esconderse. El juego había comenzado oficialmente.

El CEO giró para entrar en el edificio, pero antes de perderse en el vestíbulo, volvió a sonreír. Esa sonrisa que era promesa y amenaza a la vez.

Y sus palabras, apenas audibles para los suyos, marcaron el final:

—No la pierdan de vista. Quiero que me la traigan.

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