El aire nocturno golpeó con fuerza cuando la silueta femenina se lanzó por la baranda de la terraza. El vestido negro se agitó como un ala rota antes de que desapareciera en el jardín. Romanov permaneció inmóvil, de pie en la penumbra, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en el punto donde ella se desvaneció.
No hubo sorpresa en sus ojos. Tampoco rabia. Solo esa quietud peligrosa que lo caracterizaba cuando algo salía exactamente como lo había previsto.
Una sonrisa lenta, apenas perceptible, curvó sus labios.
—Incluso herida, eliges escapar sola… —murmuró, casi para sí mismo, con un tono en el que vibraba tanto admiración como amenaza—. Tal y como esperaba de ti.
Podría haber dado la orden en ese mismo instante. Un simple gesto bastaba para que sus hombres rodearan los jardines, activaran las cámaras exteriores y cerraran las salidas. Podría tenerla arrastrada de regreso a sus pies en cuestión de minutos.
Pero no lo hizo.
Romanov se quedó allí, saboreando el recuerdo fresco