Los días se arrastraban tras las paredes de mi habitación, cada hora era un peso más sobre mis hombros. El lujo que me rodeaba, que antes era sinónimo de confort, ahora se sentía como los barrotes de una celda. Había contado las rosas del empapelado, las grietas en el yeso del techo, los segundos de silencio que precedían a los pasos de los sirvientes dejando la comida frente a mi puerta.
Jamás podría acostumbrarme a estar tanto tiempo en un espacio tan pequeño, atrapada como si fuera un secreto.
Ni siquiera podía comunicarme con Frederick, ya que mi padre no me había devuelto el teléfono. ¿Frederick me habrá llamado? ¿Qué pensaría sobre mi ausencia?
Hoy, sin embargo, los pasos fueron distintos. Más pesados. La llave giró en la cerradura y entró mi padre. No venía con la furia de los primeros días, sino con una expresión de preocupación tallada en el rostro, una máscara de comprensión que me puso en alerta.
—Charlotte, hija —Comenzó a decir, su voz suave, casi un susurro—. Debes ente