Una semana.
Siete días enteros sin una sola pista, aunque tampoco era una investigadora muy buena que digamos, pero hacía lo que podía. Estaba investigando a un hombre el cual ni siquiera tenía el apellido.
Frederick parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. Solo sabía su nombre de pila y en una ciudad tan grande, era como buscar una aguja en un pajar. La desesperación comenzaba a apoderarse de mí, mezclada con una certeza obsesiva: tenía que encontrarlo, tenía que conocerlo. Esa necesidad era un fuego que me ardía por dentro.
Ya llevaba veinticuatro tazas de café en total de toda esta semana y sentía que me volvería loca. ¿Por qué me importaba tanto ese hombre? ¿Por qué quería conocerlo? ¿Qué tenía él que no poseían los demás?
Mi única pista sólida era la librería.
Caminé hasta allí con el corazón latiéndome fuerte, pero solo encontré la fachada tapiada con madera, un letrero de “En reparaciones” clavado con crudeza. Ese bendito auto estrellado nos unió y ahora era el