••Narra Miranda••
El restaurante olía a grasa rancia y a limpiador de pisos barato. Un olor que ya se me había hecho familiar, lo más cercano a lo que consideraba un hogar, ya que pasaba la mayor parte de mi día aquí adentro, atendiendo, resistiendo, soportando. Era mi nueva vida, mi penitencia. Pero esa noche, algo olía diferente. A vacío.
Miré a mi alrededor. Las mesas estaban vacías, las sillas aún sobre los manteles de plástico a cuadros. No había ningún cliente. Un nudo de inquietud se formó en mi estómago. Un martes podría ser lento, pero no muerto.
—Oye, Gerardo, ¿qué pasa? —Le pregunté al gerente, un hombre amargado por la vida que siempre tenía una queja en la punta de la lengua.
—Nada que te importe, Can. Solo prepárate. Tenemos una reserva privada. Todo el local —Escupió las palabras mientras contaba billetes sucios en la caja registradora.
—¿Una reserva? ¿Aquí? —No pude disimular mi asombro.
Este lugar no era exactamente el tipo de sitio que la gente “apartaba” para una c