Marcó el último piso. Podía sentir que mi ritmo cardíaco no iba acorde a la relajante música del ascensor.
¿Y si apretaba el botón de emergencia?
El ascensor se abrió y sentí que ya no había marcha atrás en mi sentencia. Ya no podía volver sobre mis pasos. Verifiqué por quinta vez que el antifaz estuviera en su lugar antes de entrar en aquella habitación donde ya se escuchaban las risas, el choque de las copas y la orquesta en vivo.
Frederick me veía con atención mientras caminábamos entre la multitud de hombres y mujeres enmascarados.
No pasaron ni cinco minutos cuando una pareja se nos acercó. Llevaban una máscara en conjunto, como de pavo real.
—¿Señor Lancaster? —dijo el hombre, con dudas.
—¿Richard? —habló mi exesposo.
¿Richard Bolaños? Yo lo conocía, era el creador de la salsa Chesk. Éramos amigos de su familia. Inclusive conocía a su hijo pequeño.
—¡Sí, sabía que eras tú, Lancaster! ¡Te reconocí a pesar del antifaz! —respondió Richard entre risas.
Esas palabras me causar