Ese maldito pitido plano y constante seguía taladrando mis oídos, grabándose a fuego en mi cerebro, un eco eterno del momento en que el mundo se detuvo. Charlotte. Mi Charlotte. Inmóvil. Pálida. Ausente. Sus ojos cerrados.
Necesitaba que los abriera, que me mirara con sus ojos verdes.
—¡Tienen que hacer algo! —Mi voz sonó ronca, desgarrada. Ni siquiera la reconocía como mía.
Intentaron apartarme. Manos con guantes azules me agarraron de los brazos, tirando de mí con una fuerza que yo contrarresté con el puro terror y la desesperación de un animal acorralado.
—¡Señor Lancaster, tiene que salir! ¡Necesitamos espacio para trabajar! —La voz del cirujano era firme, pero yo solo veía sus ojos por encima de la mascarilla, y en ellos leí la misma alarma que me estaba electrocutando por dentro.
—¡No! —rugí, forcejeando—. ¡No la dejo sola! ¡Ella no quiere estar sola!
Sabía que los doctores tenían razón, que yo debería salir, pero no podía. Necesitaba quedarme con ella. No me importaba