Los minutos se arrastraban como siglos, cada uno pesando una tonelada sobre mis hombros. El pitido plano de la máquina seguía ahí, un fantasma atormentándome, aunque la puerta estuviera cerrada. Me aparté de la pared, mi cuerpo entumecido por el dolor y el frío del suelo.
Mis ojos se posaron en el pequeño bulto que mi madre sostenía con una ternura que me parecía ajena. Mi hijo. Nuestro hijo. Una parte de mí, la parte racional y culpable, sabía que no era justo. El pequeño no tenía la culpa de nada. Charlotte… Charlotte lo había amado y deseado tanto. Ella me mataría si supiera que no podía ni mirarlo.
Con un esfuerzo sobrehumano, di un paso hacia adelante. Luego otro. Las conversaciones susurradas a mi alrededor se callaron. Todos me observaban, conteniendo el aliento.
Me acerqué. Mi madre me miró con ojos llenos de lágrimas y me ofreció al bebé con una sonrisa temblorosa. Lo tomé en mis brazos con una torpeza que me aterró. Era tan pequeño, tan liviano. Una vida frágil envuelta e