El grito de la señora Van Horn aún resonaba en el aire, un sonido estridente que heló la sangre en mis venas. Antes de que pudiera procesarlo, ella se puso de pie de un salto, su peso desequilibrando peligrosamente la frágil canoa.
—¡Siéntense! —grité, mi voz ahogada por los chillidos de pánico—. ¡Por favor, siéntense o volcaremos!
Pero el miedo es un virus que se propaga más rápido que la razón. Margaret se unió al caos, agitándose y señalando con histeria hacia la mancha oscura que serpenteaba bajo el agua.
—¡Se acerca! ¡Dios mío, nos va a comer!
La canoa se balanceó violentamente nuevamente, la madera crujiendo bajo nuestros pies. El agua clara y fría salpicó mis brazos. De pronto, Margaret se cayó y arrastró a la señora Van Horn que estaba detrás de mí. No dudé y le extendí una mano.
Ambas se convirtieron en una con el lago. Gritaban mientras luchaban por mantenerse a flote.
—¡Agárrese de mí! —Le supliqué a la mujer mayor, tratando de mantener el equilibrio—. ¡Tranquila, ya vien