—Tenemos que salir de aquí —murmuró, pero sus brazos seguían a mi alrededor, negándose a soltarme. Y yo tampoco quería hacerlo, pero la canoa estaba agitándose tan violentamente, que solo era cuestión de tiempo para volcarnos.
Y todo era gracias a las dos mujeres que seguían cacareando como gallinas mientras flotaban en el agua.
—Debemos sacarlas del agua —Me apresuré en decir, apartándome de su agarre—. O terminaremos nadando con la anaconda.
Cuando estaba a punto de extenderle mi mano a la señora Van Horno, Frederick me apartó, dedicándome un ceño fruncido.
—¿Vas a cometer el mismo error dos veces? —Negó con la cabeza—. Déjamelo a mí.
Bueno… Tenía razón, esa vieja y su histeria ocasionó que terminara nadando con un depredador. Dejé que los hombres se hicieran cargo de las damiselas en apuros mientras yo observaba el lago, tratando de encontrar a la anaconda.
Porque podría dar miedo encontrarla, pero da el doble de miedo no tenerla a la vista, saber dónde estar y poder cal