Los invitados comenzaron a levantarse, las sillas raspando contra el piso de madera pulida, las conversaciones muriendo en susurros corteses. Yo me levanté con la intención de escapar, de subir a la habitación y buscar mi teléfono por enésima vez, de encontrar un momento a solas para pensar, para respirar lejos de la mirada gélida de Frederick. Pero Margaret se interpuso en mi camino antes de que pudiera dar tres pasos. Su sonrisa era tan falsa como los diamantes que centelleaban en sus orejas.
—¡Charlotte, querida! No te vayas aún —dijo, tomándome del brazo con una firmeza que disfrazaba de cordialidad—. El paseo en canoa está por comenzar. Charles insistió en que todos participáramos.
¿Qué parte de que no quiero su falsedad no entendió?
El solo pensamiento de pasar horas remando bajo el sol, fingiendo alegría con esta gente, me provocó náuseas.
—Gracias, Margaret, pero creo que voy a pasar —dije, intentando desprenderme de su agarre—. No me siento del todo bien.
Su sonrisa se