Llevaba casi dos años sin conducir. Me sentía rara al volante, como si de repente todas las piezas del auto las hubieran cambiado de lugar, pero eso no evitó que condujera una hora entera, por aquellas calles solitarias y rodeadas de arboles, hasta llegar a la aislada prisión.
La imagen era la misma que en una película de terror. Solo hacían falta los truenos.
Antes de bajar del coche, me aseguré que el localizador GPS siguiera apagado.
Las piernas me temblaban mientras entraba en aquel lugar que contenía lo que la gente consideraba la basura de la humanidad. Entré en el lugar y enseguida me sentí atrapada.
Estaba compartiendo el mismo oxígeno que un montón de hombres que habían sido encerrados por diversos casos; homicidio, violación, robo, contrabando. Un poco de todo. Y eso solo aumentó mi miedo.
Tal vez no haya sido la mejor idea visitar yo sola una prisión de hombres, pero era mi única opción. Nadie podía saber que estuve aquí hasta que mi mente se aclarara.
El proceso fue hu