El sonido de su confesión aún resonaba en mis oídos, mezclado con el crujido del cheque roto bajo mis dedos. La satisfacción de ver su pánico, de haberla atrapada en su propia red de mentiras y veneno, era un bálsamo frío sobre la furia que Charlotte había encendido antes. Ana Cortés no era más que una pieza derribada en el tablero. Una pieza que se pudriría en prisión por intentar dañar lo mío.
Giré sobre mis talones, listo para abandonar ese cubículo blanco y su olor a desinfectante y miedo. La puerta me esperaba.
—¡Espere! —El grito rasgó el aire cargado, un sonido agudo, desesperado, que me clavó en el sitio.
No me di la vuelta de inmediato. Dejé que mi silueta, alta y oscura contra la luz de la ventana, proyectara toda la amenaza que representaba.
—¡Por favor, señor Lancaster! ¡No lo haga! —Ana jadeó, las palabras saliendo entre sollozos ahogados—. ¡No me envíe a prisión! ¡Yo… yo no fui la única! ¡No fui la que ideó lo del abortivo!
Eso sí me hizo girar, lentamente. Mis ojos, hel