La habitación estaba sumida en una calma casi irreal después del huracán emocional con los Lancaster mayores. Cenizas, mi fiel cómplice de pelaje gris, ronroneaba como un motorcito en mi regazo, su calor y el ritmo constante un bálsamo contra el temblor residual en mis manos. Acariciaba su lomo suavemente, concentrada en la suavidad del pelo bajo mis dedos, en la vibración reconfortante que emanaba de él.
Le conté a Cenizas como expuse a Frederick antes sus padres y a pesar de que no era capaz de hablar, juro que su expresión dijo algo como: “Bien hecho, humana”.
Fueron diez minutos de charla con mi mascota. Algunos pensarán que estaba loca por halarle a un animal, pero él y yo fuimos compañeros durante un año, cuando no tenía a nadie más para expresar mis sentimientos. Y a pesar de que ya tenía a más personas en mi vida, eso no significaba que ahora lo iba a hacer a un lado.
La paz se quebró con el sonido de la puerta abriéndose. No necesité mirar para saber quién era; la energía