Todo estaba negro.
Quería abrir los ojos, pero no podía. Escuchaba lo que ocurría a mi alrededor, pero mi cuerpo no reaccionaba. ¿Estaba dormida o despierta?
Unos sentidos me funcionaban y otros no.
Escuché como abrían la puerta de la camioneta. De pronto, el peso que sentía sobre las piernas desapareció. «¡Mi bolso! ¡Cenizas!»
Unas manos tomaron mi cintura y eso fue como un interruptor. Mis ojos se abrieron de par en par y un suspiro atragantado abandonó mi garganta.
—¡Ay, maldita sea! —exclamó el joven que me quitó el brazalete, pegando su espalda contra la puerta de la camioneta y llevando una de sus manos a su pecho—. ¡Mujer, casi me matas del susto!
No tuve tiempo para reírme de su expresión, mi vista fue a todos lados, evaluando el lugar donde me encontraba. Seguía en la camioneta y aún había sol. Eso era bueno, significa que no había pasado mucho tiempo.
Estábamos estacionados en una calle poco transitada. La vereda estaba llena de casas pequeñas que iban pegadas un