El olor a desinfectante y lejía aún flotaba en el aire del pasillo cuando salí de la habitación. Frederick, eficiente como siempre, ya había enviado a alguien a limpiar el desastre. La alfombra manchada había desaparecido, la manta de Willy también. Solo quedaba un vacío demasiado limpio, un silencio que gritaba la escena traumática de horas antes. Me envolví más en mi bata, sintiendo un frío que no venía del aire acondicionado.
Entré a la sala secundaria la del segundo piso, la cual me recibió con su habitual frialdad lujosa. Me hundí en un sofá de cuero negro, demasiado grande, demasiado vacío, con Cenizas a mi lado. El teléfono, ese objeto recuperado, descansaba en mi regazo. Sentía que pesaba como un ladrillo. La pantalla estaba negra. Silenciosa. Nada de Frederick. Nada de Arturo… Nada de Willy.
Los minutos se arrastraban como horas. Cada latido de mi corazón resonaba en mis oídos, sincronizado con el tictac implacable del reloj de pared.
¿Estaría Willy bien? ¿Qué le había pasa