Capítulo 6
Un día antes del viaje, Carlos mandó un coche a recoger a sus dos hijas en el hospital. Elsa y Olga subieron juntas, sin imaginar lo que venía.

Pero a mitad de camino, el conductor cambió de ruta sin decir palabra. El auto se metió por una calle angosta, llena de polvo y sin salida.

Elsa se dio cuenta enseguida de que algo no cuadraba, pero ya era tarde. El coche frenó frente a una fábrica abandonada. El conductor bajó sin decir nada, abrió la puerta y, de pronto, aparecieron dos tipos con pinta de matones que las sacaron a la fuerza.

—¡Auxilio! ¡Déjenme! ¡Por favor! —gritó Olga, completamente alterada, la voz quebrada del miedo.

Elsa seguía en shock. Ese chofer había sido enviado por su padre. ¿Cómo podía estar metido en algo así?

Antes de que pudieran entender lo que pasaba, ya estaban dentro de una nave sucia, con olor a óxido y humedad. Uno de los hombres, con tono seco, soltó:

—Una es la prometida del tal Diego, y la otra, su cuñada. Pedirle diez millones de dólares no suena tan mal, ¿no?

Olga abrió los ojos, pálida. Iba a decir algo, pero uno de ellos ya estaba marcando el número de Diego. Puso el altavoz.

—¿Hola? —se escuchó la voz grave de Diego al otro lado de la línea.

El secuestrador le hizo una seña a Olga. Ella captó de inmediato y, entre sollozos, habló con voz temblorosa:

—Diego... soy yo, Olga. Nos secuestraron. Quieren diez millones de dólares. Por favor, haz algo.

Del otro lado, la voz de Diego cambió al instante. Se volvió fría, cortante:

—¡Ni se les ocurra tocarla! Pasen la cuenta. El dinero estará en camino.

Luego, uno de los hombres acercó el teléfono a Elsa.

—Tu turno. Solo pídeselo. Si suelta medio millón más, también te dejamos ir.

Elsa apretó los puños. Sabía perfectamente lo que Diego sentía por ella. ¿De verdad creían que iba a pagar un centavo por salvarla?

Mientras intentaba pensar qué decir, uno de los secuestradores murmuró muy bajo, sin darse cuenta de que el altavoz seguía encendido:

—Oye, ¿no que eran diez millones parejos? ¿Qué es eso de sumarle ahora medio millón más...?

Apenas fue un susurro, pero suficiente para que Diego lo escuchara todo. Se quedó helado. La mandíbula apretada, los dedos crispados sobre el celular.

Y en ese momento, todo le hizo clic.

¿Elsa metida en eso? ¿Aliada con los secuestradores? El chofer, la cifra exagerada, la llamada... todo parecía parte de una trampa.

Su voz se volvió más dura que nunca:

—La vida de Elsa no me interesa. Hagan lo que quieran con ella.

Y pensó con frialdad: "¿Quería dinero? Ahí lo tiene. Que lo use para enterrarse."

Elsa sintió cómo el alma se le partía. No eran solo las palabras. Era el tono. La indiferencia absoluta.

Diego no la quería viva. Nunca la quiso. Solo le guardaba ese odio helado que se clava hondo y no suelta.

***

No había pasado mucho tiempo cuando se escucharon los frenos chirriando afuera del almacén.

Diego entró como una tormenta. Fue directo hacia Olga y la abrazó con fuerza, como si el mundo se le viniera abajo.

Luego, sin siquiera mirar a Elsa, lanzó una mirada fría al resto:

—La transferencia ya está hecha.

Y sobre Elsa... hagan lo que quieran. Si deciden venderla al primer pueblo que encuentren o simplemente desaparecerla, me da lo mismo.

Elsa lo observó mientras se iba abrazado a Olga, sin volver la cabeza. La puerta se cerró tras ellos. Y con ese portazo, también se cerró cualquier esperanza.

Los secuestradores se acercaron. Ya no se molestaban en fingir. Uno de ellos la miró con una mueca de desprecio:

—Dicen que te metiste con Diego... Pensé que al menos te iba a importar un poco. Pero ni un dólar por ti. Ni como perra sirves.

Elsa los enfrentó, seria, con la voz firme:

—Ya tienen el dinero. ¿Qué más quieren? Déjenme ir.

—¿Irte? —soltó una carcajada el otro, con tono burlesco—. Lo bueno apenas empieza, preciosa...

Se lanzaron sobre ella. Le arrancaron la ropa entre risas.

Y entonces... un cigarro encendido se hundió en su piel.

El grito de Elsa retumbó en el lugar. El dolor era insoportable. El ardor la hacía retorcerse. Las lágrimas y el sudor le corrían por la cara, pero ellos parecían disfrutar cada segundo.

—¿Así te trataban en la universidad, no? Hoy vas a recordarlo bien.

—¿Y si le dejamos algo marcado? —se burló uno, sacando otro cigarro.

—Sí, ¿qué tal "puta"? Le queda perfecto.

Las quemaduras le atravesaban las piernas, la espalda, la cintura.

Elsa se convulsionaba, hasta que el cuerpo no pudo más.

Al final, entre carcajadas y comentarios repugnantes, la dejaron tirada.

Quedó allí, hecha un ovillo, temblando, con la piel abierta y el alma rota.

Pasaron las horas. El cielo se fue oscureciendo.

Y cuando por fin el dolor le dio un respiro, se arrastró hasta una de las paredes. Se apoyó con dificultad.

Y temblando, dio su primer paso.
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