Diego la tenía encerrada en una de sus propiedades. En esa mansión inmensa y silenciosa, Elsa vivía con las muñecas y los tobillos atados por gruesas cadenas de hierro que tintineaban con cada movimiento que intentaba hacer.
Fue ahí, en medio de ese lujo asfixiante, donde por fin entendió la verdad: Diego no había cruzado el mundo por amor, sino por una obsesión enferma de control. No quería compartir la vida con ella. Quería poseerla.
—Diego... ¿qué soy para ti, en serio? —le preguntó un día, tras su enésimo intento fallido de escapar.
Él le acarició la mejilla con una ternura que helaba la sangre. Sus ojos, en lugar de amor, reflejaban un deseo incontrolable de tenerla, cueste lo que cueste.
—Eres la mujer que más he amado en mi vida.
Elsa soltó una risa seca, amarga. Pero no duró. En segundos, esa risa se quebró en lágrimas mudas que resbalaron por su rostro.
Durante su encierro, Diego no escatimó en nada: llenaba la casa con banquetes preparados por chefs reconocidos, le mandaba ve