Capítulo 7
Elsa logró detener un taxi en medio del camino y, con el cuerpo hecho trizas, volvió a casa. Pero al cruzar la puerta, lo primero que vio le atravesó el pecho como una puñalada.

Olga estaba acurrucada en el sofá, envuelta en una manta, con cara de niña frágil. Diego estaba a su lado, dándole la sopa con cuidado, como si fuera de cristal.

Cuando la notó por el rabillo del ojo, alzó la vista. La manera en que la miró fue seca, tajante. Fría, cortante, llena de un desprecio tan denso que se podía masticar.

—¿Todavía tienes cara para volver? —soltó Carlos, acercándose con paso firme. Y sin más, le cruzó la cara con una bofetada que la hizo tambalearse.

Todo dio vueltas. Elsa apenas pudo mantenerse en pie.

—Ya sé que no te hace gracia que Olga esté de vuelta —escupió Carlos—, pero sigue siendo tu hermana. ¿Y tú qué haces? ¿Organizar un secuestro para asustarla? ¡Si no fuera por Diego, esto habría acabado muy mal!

Olga fingía humildad, pero tenía los ojos brillando de gusto. Su voz, suave como miel:

—Papá, ya no le grites... Estoy bien, no pasó nada.

—¡No la defiendas! —bramó Carlos—. Esta malagradecida no merece ni tu compasión.

Elsa seguía en silencio. El zumbido en sus oídos le nublaba todo.

Entonces habló Diego. Frío como nunca.

—Pídele perdón a Olga.

Elsa tragó saliva. Y esta vez, no bajó la mirada.

—No lo voy a hacer.

Sabía la verdad. Olga había planeado todo: el secuestro, la actuación, las mentiras. Ella era la víctima, no la culpable.

—Déjalo así, Diego —dijo Olga, con voz de falsa santa—. Seguro que Elsa no lo hizo con mala intención... No quiero que esto afecte lo nuestro como hermanas.

—¿Casi te mata y ni siquiera puede pedirte perdón? —espetó Diego, clavando los ojos en Elsa como si quisiera romperla desde adentro.

Ese fuego en los ojos de Elsa... ¿cuándo se volvió tan salvaje, tan desafiante?

Carlos, molesto por su actitud, la agarró del brazo con fuerza y la arrastró hasta ponerla frente a Olga. Fue entonces cuando notó las quemaduras, aún marcadas en su piel. Frunció el ceño, a punto de preguntar, pero Diego se adelantó, tajante:

—Lo hizo para culpar a Olga. Qué buena actriz resultaste ser, Elsa. Siempre tan experta en hacerte la víctima.

Las dudas de Carlos se esfumaron al instante. Solo quedó la rabia. De un empujón, la tiró al suelo. Elsa cayó de rodillas, sin poder sostenerse.

—Parece que ya no respetas ni a tu padre ni a esta casa —escupió Carlos, con desprecio.

Elsa levantó la cabeza con lentitud. Frente a ella, Diego, de pie, abrazando a Olga como si protegiera algo valioso. La miraba desde arriba, con la misma frialdad con la que se mira a alguien condenado. Ella, en cambio, estaba en el suelo, hecha pedazos.

—Solo tienes que pedirle perdón —repitió Diego, seco—. Y todo esto se acaba.

Elsa soltó una risa amarga. Tenía los ojos enrojecidos, pero no bajó la mirada.

—Te lo digo por última vez: no me voy a disculpar. Haz lo que se te dé la gana.

Diego se quedó mudo. Esa respuesta terminó por borrar cualquier resto de compasión en su rostro.

Entonces vinieron los golpes. Carlos desató toda su furia contra ella, sin medida.

Elsa, débil y adolorida, aguantó lo que pudo... hasta que su cuerpo no dio para más. Cayó al suelo, desvanecida, como una muñeca rota.

***

No supo cuánto tiempo había pasado. Cuando abrió los ojos, la sala ya estaba vacía. Se incorporó con esfuerzo, sintiendo el cuerpo adolorido hasta en los huesos. Se sostuvo del sofá para levantarse y volvió, arrastrando los pies, a su habitación.

Allí, repasó su maleta una última vez. Cada prenda doblada con cuidado, cada cosa en su lugar. Al cerrar el cierre, una voz familiar la sacó del silencio.

—¿Te gustó la despedida que te preparé?

Olga estaba recargada en el marco de la puerta, con esa sonrisa torcida que ya se le hacía costumbre.

—La verdad, pensaba hacerte quedarte hasta la fiesta de compromiso, para que nos dieras tu bendición a Diego y a mí... Pero papá se puso firme. Dice que le das vergüenza, que no te soporta ni un día más.

—Así que ya sabes, Elsa. Lárgate. Y no vuelvas nunca. Solo así esta casa podrá volver a respirar tranquila.

Soltó una risita seca antes de rematar:

—Ah, y gracias. Por entretener a mi esposo todos estos años. Le hiciste compañía mientras yo no estaba. Qué detalle el tuyo.

Elsa no dijo nada. Solo apretó los labios y cerró la maleta con un clic que sonó más fuerte de lo esperado. Con ese sonido, también cerró lo poco que aún la ataba a esa casa.

Al amanecer, tomó su vuelo. No miró atrás.

Antes de abordar, eliminó el número de Diego. Borró sus fotos. Sus mensajes, todo.

El avión se elevó en el cielo, dejando una estela blanca a lo lejos. Como una cicatriz, la última marca de un pasado al que no pensaba regresar jamás.
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