—¡Elsa!
Carlos la abrazó con fuerza, sin poder contener las lágrimas.
Desde que ella se fue al extranjero, nunca volvió a tener paz. Cada mes le enviaba dinero, sin falta, hasta que un día notó que su cuenta seguía intacta, sin un solo movimiento.
Fue entonces cuando se enteró de que Elsa se había unido en secreto a una misión médica en zonas de guerra.
Desde ese momento, lo único que lo mantenía despierto por las noches era pensar si su hija estaría bien, si tendría algo que comer, si seguiría viva entre las balas.
Más tarde, cuando supo que Diego la había secuestrado y la tenía escondida en Ríoalto, el miedo se convirtió en desesperación. La mansión estaba vigilada día y noche. Intentó entrar varias veces, sin éxito. Hasta que, agotado por la impotencia, tomó una decisión radical: prender fuego a la propiedad.
Por suerte, Elsa fue rescatada a tiempo.
—Perdóname, hija... —susurró Carlos, la voz hecha trizas—. Nunca debí juzgarte. Nunca debí dejarte sola.
Él también había creído los r