—¿Por qué? —preguntó Elsa, con la voz quebrada.
—¿Por qué? —repitió Olga, con una sonrisa cargada de veneno—. Porque no sabes quedarte en tu lugar. ¿Cuántos años han pasado desde que tu madre murió y aún te aferras a lo que no te pertenece? Todo lo de los Lima debería ser mío. ¡Tú solo eres la hija de una amante! ¿Qué derecho tienes de disfrutar lo que nunca te correspondió?
A Elsa se le tensó el cuerpo. Podía tolerar muchas cosas, pero que hablaran así de su madre... no.
Le ardió la garganta, y sin pensarlo, se lanzó sobre Olga:
—Mi madre no fue ninguna amante. Cuando se casó con mi papá, ni siquiera sabía que tú y tu mamá existían. ¡Fueron ustedes quienes la destrozaron! ¡La empujaron hasta matarla!
Olga se quedó helada. No esperaba que Elsa se le plantara así. Le cambió el rostro de puro coraje y levantó la mano para darle una bofetada.
Pero justo entonces, la puerta se abrió de golpe.
Diego entró.
Olga reaccionó en un segundo: agarró un puñado de nueces de la mesa y se las metió en la boca. Luego se dejó caer al piso, como si el mundo se le viniera abajo.
—¡Elsa! ¡¿Cómo pudiste obligarme a comer esto?! ¡Sabes que soy alérgica!
Diego corrió hacia ella y, sin decir palabra, empujó a Elsa con brusquedad.
Ella cayó contra la mesa. El vidrio se rompió con un estruendo, y los pedazos le cortaron las manos. La sangre empezó a brotarle de inmediato.
Pero Diego ni la miró. Se arrodilló junto a Olga, envolviéndola con cuidado.
—¿Estás bien? —le preguntó, con el ceño fruncido.
—Solo quería hablar con Elsa. No sé qué le pasó. Se puso agresiva y... y me obligó a comer. —Olga sollozaba—. ¿Me está saliendo sarpullido? Mírame, por favor...
Diego le revisó la piel. Tenía manchas rojas por el cuello y los brazos. Olga se estremecía.
—No puedo salir así, hay gente afuera... ¡necesito maquillaje!
—¿Maquillaje? —repitió Diego, mirándola con incredulidad—. ¿De verdad estás pensando en eso ahora? Vamos al hospital. Ya.
La cargó en brazos sin decir palabra. Antes de salir, le lanzó a Elsa una mirada tan fría que le heló la piel.
Ella se incorporó con esfuerzo. La sangre seguía escurriéndose de sus manos abiertas.
Pero no sentía dolor. Solo vacío.
Pidió un botiquín. Con los dedos temblorosos, se curó como pudo, sola.
Apenas cruzó el pasillo, varias sombras la rodearon. No tuvo tiempo de reaccionar: la arrastraron a empujones hasta un cuarto de servicio.
Una mano áspera le sujetó la mandíbula con fuerza.
Y antes de que pudiera moverse, le vertieron a la fuerza un líquido espeso y ardiente en la boca.
Elsa abrió los ojos de golpe. Su cuerpo entró en alerta: era alérgica.
Intentó soltarse. Forcejeó con desesperación.
Pero no pararon. Vaso tras vaso, el chile líquido le quemaba la garganta como fuego vivo.
La cara se le puso roja, el cuerpo se sacudía de forma incontrolable. Las manos ensangrentadas arañaban el suelo, buscando aire, buscando ayuda.
—¿Muy valiente, no? Enfrentarte a Olga… ¡ella es la mujer que Diego sí quiere!
—Con lo fácil que eras en la escuela, ¿de verdad pensaste que Diego te veía en serio?
—¡Tómate todo! ¡Y dale las gracias a Olga!
La vista se le nublaba. El cuerpo le pesaba. Alcanzó a murmurar, casi sin voz:
—Die...
Entonces escuchó una carcajada seca, cruel.
—¿Todavía crees que va a venir? ¿No te lo dijeron? ¡Fue él quien nos pidió esto!
—¡Quítenle el vestido! ¡Tomen fotos! Que vea lo que queda de su perrita.
Los hombres se acercaron. Rasgaron su ropa. Los teléfonos ya estaban grabando.
Elsa, sin fuerzas, cayó al suelo.
Y la oscuridad la envolvió por completo.