El tablero de ajedrez

Jimena.

—No pude contenerme, fueras vistos sus caras—soltó Jimena, dejando su estetoscopio sobre la mesa con un golpe seco. Sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban con una excitación peligrosa.

—¿Cómo que sus caras, Jimena? —pregunté, sintiendo una punzada de ansiedad en el pecho.

—Cuando los encaré a Ricardo y a Camila en la sala de espera. Ricardo estaba allí, petrificado, y aproveché para decirle a esa víbora que sabemos exactamente lo que hizo. Le grité frente a todos que tenemos el video de seguridad de los Rossi y que el informe toxicológico es la prueba de que intentó envenenarte. ¡Tendrías que haber visto su cara! Casi se desmaya del susto.

El aire se me escapó de los pulmones, pero no por alivio. Me puse en pie de un salto, ignorando el ligero mareo que todavía me nublaba la vista.

—¡Jimena! ¡¿Que hiciste?! —exclamé, sintiendo cómo mi instinto de abogada se activaba con una alarma ensordecedora—. ¡La pusiste en sobreaviso!

Jimena parpadeó, desconcertada por mi reacción.

—Isa, quería defenderte. Quería que supiera que no estamos de brazos cruzados.

—¡En una investigación penal, el factor sorpresa es el 90% del éxito! —le recriminé, caminando de un lado a otro de la pequeña habitación—. Al decirle que tenemos el video y que sabemos lo de la droga, le diste tiempo para limpiar sus huellas. Camila no es una tonta; es una mujer que se infiltró en mi hogar durante años. Lo primero que va a hacer ahora es desaparecer al mesero. Sin su testimonio presencial, un video de ella dándole dinero puede alegarse como una simple propina. ¡Acabas de poner en riesgo mi mejor carta de triunfo!

Mi hermana bajó la cabeza, dándose cuenta de que su impulso emocional había chocado de frente con mi estrategia legal. Yo no quería solo que Camila tuviera miedo; yo quería que Camila tuviera una celda.

—Lo siento, Isa... yo solo quería que Ricardo viera quién es ella realmente —murmuró.

—A Ricardo ya no tenemos que demostrarle nada —sentencié, tomando mi bolso—. A Ricardo le demostraremos las cosas en un tribunal. Ahora, sácame de aquí. Necesito salir de este hospital antes de que ella mueva su siguiente pieza.

Mientras Ricardo Morel conducía su coche de regreso a la mansión con una furia sorda golpeando contra su pecho. A su lado, Camila no había dejado de sollozar de forma histérica desde que salieron del hospital. El silencio en el interior del vehículo era denso, interrumpido solo por los lamentos de la mujer que, hasta hacía unas horas, él consideraba su refugio.

—¡Ricardo, tienes que creerme! ¡Esas mujeres están locas! —chillaba Camila, cubriéndose la cara con las manos—. Isabella te odia porque firmó el divorcio y ahora quiere inventar algo para arruinar nuestra felicidad. ¡Ese video está manipulado!

Ricardo no respondió. Sus manos apretaban el volante de cuero con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Las palabras de la doctora Jimena Vargas seguían resonando en su cabeza: "Intento de envenenamiento". No era una acusación menor. Y la cara de terror que puso Camila al escuchar lo del mesero no había sido la de una mujer inocente ofendida, sino la de una culpable acorralada.

Al llegar a la mansión, Ricardo frenó de forma brusca frente a la escalinata.

—Bájate, Camila —ordenó él con una voz gélida, sin siquiera mirarla.

—Pero, mi amor... tenemos que hablar, el bebé...

—¡Dije que te bajes! —rugió Ricardo, golpeando el volante. Camila dio un salto, asustada, y salió del coche casi corriendo.

Ricardo no esperó a que ella entrara en la casa. Dio un giro violento y aceleró de nuevo hacia el club de los Rossi. Necesitaba pruebas. Necesitaba saber si la mujer que llevaba a su hijo era capaz de semejante atrocidad. Necesitaba, desesperadamente, limpiar su propia conciencia por haberla defendido frente a Isabella.

Llegó al club en tiempo récord. Entró buscando al gerente, exigiendo ver al personal de la noche anterior.

—El joven que atendió la zona VIP... el mesero Martínez. Quiero hablar con él ahora mismo —exigió Ricardo, su presencia imponente haciendo que los empleados retrocedieran.

El gerente del club, un hombre menudo que sudaba de nerviosismo, revisó su tableta con dedos temblorosos.

—Lo siento, Sr. Morel. El joven Martínez... él renunció hace apenas una hora. Dijo que tenía una emergencia familiar y que debía irse de la ciudad de inmediato. Ni siquiera esperó a cobrar su liquidación.

Ricardo sintió un vacío en el estómago. Desaparecido.

Isabella tenía razón. La advertencia de Jimena había sido el disparo de salida para que alguien borrara las huellas del crimen.

Se quedó de pie en medio del lujoso salón, rodeado de estatuas de mármol y lámparas de cristal, sintiéndose el hombre más estúpido sobre la faz de la tierra. ¿A quién debía creerle? ¿A la mujer que fue su esposa fiel por tres años y que acababa de mostrar un espíritu de acero, o a la amante que lloraba por un hijo mientras los testigos de sus pecados se esfumaban en la oscuridad?.

El trayecto a la casa de Jimena fue un silencio tenso. Una vez allí, me di un baño largo, dejando que el agua caliente borrara el rastro del hospital, pero no la claridad de mis pensamientos. Al salir, Jimena me esperaba en la sala con un té de tilo y una expresión de arrepentimiento.

—Ya me siento mejor —le dije, sentándome frente a ella—. El cuerpo está limpio. Ahora falta limpiar la vida.

—¿Qué vas a hacer, Isa? —preguntó ella suavemente—. Tienes pruebas, aunque el mesero se haya ido, el video sigue ahí. Podríamos iniciar la demanda mañana mismo.

Me quedé mirando el vapor que subía de mi taza. Una parte de mí, la abogada que nunca dejó de serlo, quería sangre. Quería ver a Camila tras las rejas y a Ricardo Morel de rodillas, viendo cómo su imperio se tambaleaba por el escándalo. Pero otra parte de mí, la mujer que acababa de ser quebrada, sentía un cansancio infinito.

—No sé si proceder legalmente de inmediato, Jimena —confesé, y mi voz flaqueó por primera vez—. Si inicio el proceso, estaré atada a Ricardo por años de litigio. Tendré que verlo en las audiencias, tendré que soportar el acoso de la prensa, y lo peor... tendré que revivir cada humillación una y otra vez ante un juez.

Jimena se inclinó hacia adelante, tomando mis manos con firmeza.

—Isa, entiendo que quieras paz. Pero Camila intentó agredirte físicamente. Eso no es un "problema de faldas", es un delito. No puedes dejar que se salga con la suya solo porque estás cansada. La venganza no es solo por odio, es por justicia. Si la dejas libre, ella pensará que ganó.

—No se trata de que ella gane, Jimena. Se trata de que yo recupere mi salud mental —suspiré—. Pero tienes razón. Si no hago nada, ella se sentirá invencible. Necesito pensar las cosas lejos de este ambiente. Lejos de la mansión, de Ricardo y de sus mentiras.

—¿A dónde vas a ir?

—Voy a la hacienda. Voy a visitar a mis padres. Necesito el aire del campo y necesito que mi padre me diga por qué me vendió a los Morel tan fácilmente. Necesito raíces antes de lanzarme a esta guerra legal.

Jimena asintió, aunque se veía preocupada.

—Está bien. Ve. Pero prométeme que no vas a dejar que el silencio sea tu respuesta final. Piensa en todo lo que pasaste. Piensa en la cara de Ricardo cuando te vio en la fiesta. Él ya empezó a arrepentirse, y tu victoria legal sería el golpe de gracia.

—Lo pensaré, te lo prometo —dije, aunque por dentro ya estaba trazando planes que no incluían el perdón.

Ricardo regresó a la mansión entrada la noche. La casa se sentía inmensa y vacía, a pesar de que Camila estaba en la planta alta. Se sirvió un whisky doble y se sentó en su despacho, el mismo lugar donde dos semana atrás le había entregado a Isabella los papeles del divorcio con una frialdad que ahora le quemaba las manos.

Sus ojos se posaron en una fotografía pequeña que Isabella había olvidado en un cajón del escritorio. Era ella, hace dos años, sonriendo tímidamente durante una cena de caridad. Se veía tan... manejable. Tan gris.

"¿Cómo pude ser tan ciego?", se preguntó Ricardo, lanzando la foto de nuevo al cajón.

La mujer de la fiesta, la que le había sostenido la mirada con un fuego esmeralda y una dignidad inquebrantable, era la verdadera Isabella. Y él la había despreciado por una sombra.

El sonido de unos pasos suaves lo sacó de sus pensamientos. Camila entró al despacho, vistiendo una bata de seda blanca, tratando de parecer vulnerable.

—Ricardo... el bebé se movió —mintió ella, buscando su mirada—. Sé que estás enojado, pero no puedes creer lo que dicen esas mujeres. Yo te amo. Yo soy la única que ha estado contigo de verdad.

Ricardo la miró. Vio el maquillaje perfecto, vio la joya cara que él le había comprado, y vio, por primera vez, la falsedad en sus gestos.

—El mesero desapareció, Camila —dijo él con una voz carente de emoción.

Camila fingió sorpresa. —¡Lo ves! Seguramente le pagaron para que se fuera y así no tuviera que admitir que Isabella le dio el dinero.

Ricardo se levantó lentamente. —O le pagaron para que no hablara. Mañana voy a buscar a Isabella. Necesito hablar con ella sin abogados, sin hermanas, sin ruidos. Si ella tiene ese video, quiero verlo.

—¡No puedes ir a buscarla! —gritó Camila, perdiendo la compostura—. ¡Ella te odia!

—Quizás tiene motivos para hacerlo —respondió Ricardo, saliendo del despacho y dejando a Camila sola en la oscuridad.

Terminé de empacar mi maleta pequeña a las cinco de la mañana. El sol apenas empezaba a teñir el cielo de un naranja pálido cuando subí a mi auto. Jimena me despidió en la puerta, entregándome un sobre con una copia del informe médico.

—Para que no olvides por qué te vas, y por qué debes volver —me dijo, dándome un beso en la mejilla.

Mientras conducía hacia la hacienda de mis padres, sentía cómo cada kilómetro me alejaba del dolor. Pero la advertencia de Jimena resonaba en mi cabeza: la venganza es justicia.

Iba a ver a mis padres, sí. Iba a buscar refugio. Pero en el fondo de mi maleta, junto a mis libros de derecho, llevaba la determinación de una mujer que ya no tenía miedo de quemar los puentes. Ricardo Morel creía que la historia había terminado con su firma en un papel. Camila creía que había ganado porque el mesero huyó.

No sabían que yo apenas estaba preparando el alegato inicial de su destrucción. El viaje a la hacienda no era una huida; era un retiro estratégico para afilar mis garras.

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