Era una mañana dorada de otoño. Las hojas comenzaban a caer, pintando de ámbar y cobre el pequeño jardín donde Mila solía sentarse antes de que el cáncer la dejara tan frágil como una pluma. A pesar de los cuidados, la enfermera constante y el amor que la rodeaba, Zendaya lo sentía... su madre se iba, lentamente.
Zendaya, con sus siete meses de embarazo bien visibles, ayudó a su mamá a salir al jardín. Jean había llevado una silla acolchada y Leonard una manta cálida que envolvió el cuerpo menudo de Mila. El sol acariciaba su rostro pálido, y por un instante, la enfermedad no parecía tan cruel.
—Vamos a pintarte la panza, ¿sí? —dijo Mila con una sonrisa débil pero auténtica—. Quiero que esos bebés me vean riendo cuando vean estas fotos.
Zendaya rió bajito, luchando contra la punzada en el pecho. Con ayuda de su tía Irina, se sentó en un banco bajo, mientras Leonard abría un estuche de pinturas para cuerpo que habían traído de la tienda infantil más bonita de la ciudad.
Jean se arrodil