El murmullo volvió poco a poco al salón cuando Nikolai, con gesto cansado pero digno, se inclinó ligeramente hacia Zendaya.
Su voz, antes imponente y resonante, se volvió casi un susurro:
—No quiero incomodarte, hija. Solo vine a verte. He pasado demasiado tiempo buscándote, y… —hizo una pausa, la mirada fija en los cochecitos— no sabía si alguna vez tendría esta oportunidad.
Zendaya lo observó en silencio.
Su mente iba a mil.
Lo recordaba vagamente: una figura alta, un perfume a madera y tabaco, unos brazos que la levantaban en el aire cuando era muy pequeña… luego, nada. Solo el vacío, los años de soledad con su madre, las ausencias, la falta de explicaciones.
Jean se acercó, con una mano sobre el hombro de Zendaya, y Leonard, más prudente, tomó uno de los cochecitos para mecer suavemente a Jamil, que comenzaba a moverse.
Aun así, ninguno de los dos apartaba la mirada de Nikolai.
Su instinto de alfa estaba alerta, pero no agresivo. Era el tipo de silencio vigilante que solo nace del