El instinto lobuno de ellos se desató. Jean gruñó suavemente contra su piel, sus orejas y colmillos se manifestaron, al igual que la cola que apenas se movía de un lado a otro. Leo, también transformado, la miraba con esos ojos brillantes que solo mostraba cuando su alfa interior dominaba.
—Eres nuestra —dijo Jean con voz ronca.
—Siempre nuestra —añadió Leo.
Zendaya se rindió, se manifesto con sus colmillos y sus orejitas puntiagudas, dejándose guiar por sus besos, sus manos, sus cuerpos que se turnaban para adorarla. Cada vez que creía que el deseo iba a vencerla, Leo la sostenía con ternura, y Jean la llenaba de pasión. Era un vaivén perfecto, un equilibrio entre fuego y calma.
La habitación se llenó de jadeos, de susurros, de risas ahogadas cuando uno de los bebés gimoteó por un instante en la cuna. Los tres se congelaron, conteniendo la respiración. Jean extendió la mano para bajar un poco el volumen del intercomunicador y rezó en silencio.
El monitor mostró que el pequeño Jamil se