Cuando Rubén regresó a la oficina, se encontró con la irritante imagen de Leo, tan guapo como siempre, riéndose a carcajadas con su secretaria.
Se acercó a ellos y le habló con dureza.
—¿Se puede saber qué haces quitando el tiempo en horas de trabajo?
—¡Vaya, vaya! Pero si es el gran presidente Alarcón. Te extrañé, ¿sabes? Un día sin verte es como una eternidad.
Leo llevaba una camisa de lino color hueso que lo hacía ver aún más atractivo.
—Estábamos hablando de algo divino: el amor. Aunque dudo que tú entiendas de eso, ¿verdad?
—A mi oficina. Ahora. Y deja de molestar a mis empleados.
Rubén entró con paso decidido a su oficina.
—¿Por qué tan enojado? ¿Francisco volvió a hacerte pasar un mal rato?
Leo se encogió de hombros y se sentó sin más sobre el escritorio. La expresión de Rubén era de franca hostilidad. Definitivamente, ese tipo no tenía la menor idea de lo que eran los modales.
—¿Y bien? ¿Cómo salió todo?
El tono de Leo se volvió serio.
—Ya no hay bebé.
El rostro de Rubén no de