—¿Qué dijiste? —preguntó Efraín, incrédulo, mientras observaba la cara de idiota enamorado que tenía Carlos.
—¿Necesito repetirlo, señor? Dije que quiero pretender a Claudia Lira.
Carlos se enderezó, adoptando una postura aún más formal.
“¿Acaso metí al enemigo en casa?”. Efraín estaba sorprendido. Su asistente siempre había sido la viva imagen de la seriedad. No podía creer que, por el simple hecho de haberle pedido que cuidara de Claudia un día —o los que fueran, ya ni se acordaba—, hubiera desarrollado sentimientos por ella. ¿Era por el innegable encanto de Claudia o porque a Carlos simplemente le urgía encontrar a alguien y se había lanzado a la primera oportunidad?
—No.
La negativa fue tajante, casi un reflejo. Aunque ni él mismo entendía por qué había respondido con tanta seguridad, la palabra ya había salido de su boca.
—¿Por qué? No entiendo, señor —cuestionó Carlos, su voz cargada de una formalidad casi militar.
—Claudia es una buena mujer —dijo Efraín con seriedad.
Carlos se