Apenas Leo llegó a la empresa, el carro de Rubén se estacionó justo detrás del suyo. Leo le dedicó un gesto burlón y, cuando se disponía a subir, reconoció a una figura familiar que lo tomó por sorpresa.
—¿Tú qué haces aquí?
Alfredo sonrió.
—Lamento decepcionarte, pero no vine a buscarte. Hoy tengo una cita con el presidente de la empresa.
—¿Ah, sí? ¿Conmigo? —intervino Rubén—. Entonces debe de ser por trabajo. Pasa, por favor.
—Claro. Con permiso. —Alfredo apartó a Leo con un leve empujón y siguió a Rubén hacia el elevador.
—Oye, tú, ojos de alcancía, ni se te ocurra meterle ideas raras a Rubén, ¿me oyes? —Leo se apresuró para entrar también al elevador y, al pasar, le dio un empujón deliberado a Alfredo, quien le lanzó una mirada asesina antes de hacerse a un lado.
A Rubén le pareció un poco gracioso. Ambos eran adultos, pero seguían actuando como niños, siempre enfrascados en sus pleitos infantiles. Parecía que nunca se cansaban.
Al entrar a la oficina, Rubén se sentó y le pidió a