La luz de las velas apenas titilaba cuando Horus liberó el sello del frasco. El murmullo cristalino que emergió de su interior fue breve, pero intenso, como si un coro lejano se hubiese desatado en un eco apenas perceptible.
Hespéride, sin esperar a que él pronunciara palabra, lo rodeó con sus brazos y lo besó con un ímpetu silencioso. No había sonrisa en su rostro, ni lágrimas, ni risas. Solo la decisión de una mujer que entendía lo que acababa de recibir, lo que él había hecho por ella en secreto, lo que acababa de devolverle.
Mientras lo besaba, el cristal se abrió del todo y tres esferas de magia púrpura ascendieron. Flotaron alrededor de ambos, brillando como lunas pequeñas. Luego, en un movimiento lento, descendieron y penetraron el vientre de Hespéride sin causarle dolor. Ella apenas se estremeció, con un leve arqueo en su espalda, como si una ola de calor hubiese pasado por dentro de su cuerpo. Las tres luces se fundieron en su interior, y el resplandor quedó guardado en su vi