Hespéride despertaba cada mañana en la ciudadela con un presentimiento extraño, como si algo suyo hubiera sido reclamado a la distancia. No sabía explicar la sensación: un vacío sutil, un tirón en el pecho, como si su propia sangre hubiera respondido a un llamado que no comprendía. Intentaba disimularlo, pero en los momentos de quietud, cuando apagaba lámparas o se retiraba a descansar tras atender a los enfermos, su mente volvía siempre al mismo punto: Horus.
Él se había marchado sin palabras, sin dejarle una pista de su propósito. No lo culpaba, pues conocía su carácter, reservado y severo. Sin embargo, la ausencia se le había vuelto insoportable. Aquel hombre, que en apariencia era hielo y enigma, le había dejado una herida suave, imposible de ignorar. Y Hespéride, que durante milenios había aprendido a vivir sin depender de nadie, ahora esperaba su regreso como quien espera al sol tras un invierno demasiado largo.
Mientras tanto, Horus avanzaba en silencio por los senderos ocultos