Al ir viajando, el traqueteo rítmico de los cascos de Frost sobre la tierra compacta se convirtió en la única banda sonora de su avance. Hespéride, instalada en el regazo de Horus, sentía cada movimiento del corcel amplificado a través del cuerpo del guerrero. Su espalda descansaba contra el pecho de él, una losa de calor y músculo que parecía contener una tempestad contenida. El brazo de Horus seguía siendo una barra férrea alrededor de su cintura, más un arnés que un abrazo.
Ella no se movió, disfrutando del experimento, de la contradictoria sensación de dominio y sumisión que la posición le otorgaba. Podía sentir la rígida disciplina que lo mantenía erguido, negándose a ceder al contacto, pero también el calor que emanaba de donde sus cuerpos se unían.
Fue entonces cuando, sin previo aviso, la cabeza de Horus se inclinó. Su barbilla rozó su hombro y su aliento frío acarició la piel de su cuello. Hespéride contuvo el aire, expectante. Sus manos, que hasta entonces habían permanecido