El rugido de guerra quebró el aire.

Las líneas se abalanzaron una contra otra con una fuerza que estremeció la tierra. Los cascos de los caballos golpearon el suelo con el ímpetu de un trueno, mientras el estruendo metálico de miles de armas chocando se alzó como un clamor salvaje. La calma del amanecer se quebró para siempre.

El calor se mezclaba con el olor del hierro, la sangre y la tierra removida. El sol caía vertical sobre la pradera húmeda, arrancando destellos de los filos y reflejos dorados del polvo que se levantaba a cada embate. Los gritos de los hombres llenaban el aire, cortados a veces por los alaridos de los heridos o el rugido de alguna bestia de guerra.

Horus avanzó entre su ejército, vestido con su armadura negra, decorada con el emblema del reloj de arena incrustado en el pecho, símbolo de su dominio sobre el tiempo. El metal absorbía la luz, y su capa oscura ondeaba tras él como un fragmento de sombra. Su rostro estaba cubierto por el sudor, pero su mirada seguía